12. Dar el primer paso

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Hiram

Mis brazos rodeaban su pequeño cuerpo envolviéndolo en un abrazo protector y cálido. Es increíble la forma en la que mi cuerpo se acostumbró al suyo, convirtiendo las muestras de afecto en situaciones cómodas, casi cotidianas. Me había habituado a su fragante compañía, e incluso podría afirmar que la necesitaba. Era una necesidad profunda y apremiante, superaba mi propia mente con creces.

Me hacía falta como las gotas de rocío al anochecer de invierno, no era evidente y mucho menos vital, era natural, poco esperado, pero siempre presente e intransigible. Recuerdo a mi madre salir corriendo, justo cuando el sol iniciaba su lenta despedida a recoger la ropa que reposaba en el exterior, esperando a ser secada por sus rayos de luz, sabiendo que infaliblemente el rocío las humedecería, arruinando el trabajo previo. Aún así, el rocío jamás es un mal invitado, siempre se lo espera con vivaz entusiasmo, sería imposible imaginar el frio caer sin él iluminando su camino.

Temía verla asustada huir corriendo ante mi cruda realidad, por eso arrancaba mis culpas no mintiéndole descaradamente, pero jamás contándole toda la verdad. Le enseñaba lo más decente de mí, si es que algo de eso tenía, y no voy a negar que me aprovechaba de mi capacidad, experiencia y encantos para mantenerla cerca y al pendiente.

Disfrutaba de sus caricias tímidas y de su entusiasmo, el cual permanecía intacto renovándose cada día. Su piel se erizaba con cada roce que mis manos le proporcionaban, su falta de experiencia y su inocencia me resultaban casi románticas.

Bebía la suavidad de sus besos y me drogaba con el sonido de su tierna voz, muchas veces por placer y muchas otras para escapar de: mis responsabilidades, adicciones, tormentosos recuerdos, también por simple aburrimiento, y sobre todas las cosas, de mi padre. Sabía que tenía más de una cosa pendiente en mi infernal realidad, también tenía presente el crudo y moribundo exterior pero prefería ignorarlo.

—Me gustan tus labios —Le dije mirándolos, y con mi pulgar los separe levemente.

—Hiram —dijo alejándose sutilmente, evitando con vergüenza mi mirada. Sin importar la cantidad de besos que me hubiera dado, su acostumbrada e inocente vergüenza seguía intacta.

—¿Qué? —respondí levantando su mentón, su delicada piel era como un suave cristal debajo de mis ásperos y grandes dedos—. Acaso no puedo decirte las cosas que me gustan —afirmé en respuesta ante su silencio. Se notaba a kilómetros su incomodidad, saber lo que podía provocar en ella solo con mis palabras la hacía todavía más atractiva para mí.

—Hiram no, ya basta —dijo con una pequeña sonrisa tímida que la volvía totalmente diferente a lo que era cuando hablaba de cultura y libros clásicos. Lograba mostrar la otra cara de la moneda desafiando sus propias reglas y eso me gustaba.

—Me gustan tus ojos abiertos y tu boca cerrada —dije con un tono poético forzado, pretendiendo hacerla reír.

—Hiram, eso es lo más machista que he oído, no me resulta para nada romántico —respondió recuperando su tono desafiante y sus ojos rodaron como solían hacerlo cada vez que yo lograba molestarla.

—Te doy mis más nobles disculpas dama —dije agachandome por un momento a modo de reverencia—. Mi alteza, mi matriarca —Tomé su mano y la besé.

—Encima te crees gracioso —respondió con falsa irritación, intentando contener una sonrisa enorme que se empeñaba en cruzar su rostro.

—Soy gracioso, no puedes negar que te hago reír —Me acerqué levemente—, que te encantan mis personajes, en especial mis románticas referencias de antiguo y noble caballero —Posé mi boca cerca de su oreja y con delicadeza acomodé un mechón de pelo que caía rebelde detrás de la misma—. Te encantan mis tatuajes sumamente «inapropiados», mi mal uso de la palabra pero mi buen uso de la lengua —dije para luego lamer el lóbulo de su oreja levemente, pude sentir un pequeño escalofrío recorrer la piel de Gia debajo de mi tacto, luego la mordí con fuerza jugando.

El mar en inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora