14. Retroceder nunca fue una opción

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Hiram

Caminé por los pasillos atestados de estudiantes enfermos que corrían sin control, lucían una piel verde, ojos inyectados en sangre y un cuerpo totalmente desalmado. Deprisa me dirigí hasta la oficina que se encontraba justo en medio del hall donde, hace un tiempo no tan lejano, solía estar la administración de la universidad, al final del pasillo.

Mis desgastadas vans se toparon con el cuerpo ensangrentado de uno de mis compañeros de química, el cual descansaba en el suelo como un animal salvaje sedado por un dardo. Desearía haber sentido pena por él, pero no lo hice. En su situación era mejor que el virus lo matara rápido o los oficiales, antes que vivir infectado una larga y tortuosa espera.

Al llegar a mi destino me encontré con Juan y Tomás, dos oficiales corpulentos de mediana edad que trabajaban para mi padre. Estaban cubiertos con trajes negros, chalecos antibalas y máscaras protectoras. Patrullaban los pasillos y se encargaban de mantener controlados a los infectados de tercer nivel, a los cuales el virus había infectado no sólo su sangre sino también su mente, volviéndose inútiles e inconscientes.

Cuando los tuve enfrente, sin pensar y con toda la fuerza contenida durante el largo camino por el corredor dejé salir mi ira contra Tomas, el oficial de mayor edad que llevaba la delantera en dirigir a los demás, tomándolo con fuerza de su chaleco.

—¡Malditos ineptos! ¿Me pueden explicar por qué están dejando pasar a esos enfermos por mi zona? —espeté con fuerza y casi sin abrir la boca, mostrando mi ya evidente enojo—. No pueden hacer una jodida cosa bien, idiotas —escupí mirándolos a los ojos y pude notar el temor dibujado en ellos.

—Señor Hannigan, por favor —dijo Juan en un intento de detenerme- su padre ha dado órdenes de que dejemos de proteger su zona, sólo hacíamos nuestro nuestro trabajo.

Sus palabras me dejaron shockeado, aunque no sorprendido, mi padre podía ser capaz de muchas cosas cuando no actuaban como él esperaba, incluso de poner en peligro a su propia familia. No era una venganza, era más que eso, me estaba manipulando para que siguiera sus órdenes al pie de la letra a partir de ahora, una vez ya aprendida la lección.

—¿Les dijo algo más que yo deba saber? —pregunté, alejándome de ellos y limpiando mis manos con mi camiseta blanca.

—Que usted no estaba comunicándose con él señor, debe terminar sus encargos —dijo Juan en un tono respetuoso mientras Tomás se recomponía de mi ataque previo.

—Lo sé —dije firme para luego añadir—. Les ordeno que no dejen acercarse a nadie más a mi puerta, ni a metros, ningún maldito enfermo puede pisar esta área, ¿quedó claro?- pregunte esperando respuesta.

-Sí señor- respondieron al unísono.

Unos pasos interrumpieron nuestra tensa conversación, un infectado caminaba perdido mientras que otro detrás de él se arrastraba por el suelo como si de un apocalipsis zombie se tratase. Los dos oficiales a mi lado rápidamente pusieron adelante el protocolo, preparando inyecciones para dormir a los dos infectados. Antes de que pudieran hacer nada y sin inmutarme, me di vuelta y les disparé a los dos intrusos, a uno en el pecho y al otro en la cabeza. Juan y Tomás pasmados observaron la situación, sabía que me temían, al fin y al cabo yo era un Hannigan.

—Antes de deshacerse de los cuerpos quiero que tomen muestras de sangre y de cabello, envíenlas en una caja cerrada sin descripción —dije como si estuviera pidiendo un favor cotidiano y normal—. Ah, y no mencionen a mi padre sobre mis pedidos ni mi compañía... ¿Quedó claro? —dije girando mi cabeza un momento para luego seguir caminando y perderme en los pasillos atestados.

El mar en inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora