Mi cabeza descansaba sobre su pecho, los tatuajes que invaden su piel cobraban vida debajo de mí. Al cerrar los ojos podía dibujarlos en mi mente e imaginar cuál sería el significado de cada uno de ellos. Inhalaba su perfume guardándolo en un lugar seguro, en el baúl de mis preciados recuerdos, temía algún día llegar a olvidarlo.
—Gia, me encantaría quedarme en esta posición toda la tarde, pero debo trabajar —Su voz rasposa cortó el cálido silencio que nos envolvía.
—Está bien —acepté con desgano—, ¿podrías prestarme el teléfono?, realmente necesito hacer una llamada.
Asintió como respuesta y los dos nos pusimos de pie en un confortable y ameno silencio, digno de dos amantes libres y cómplices.
—¿Tienes una lista de libros? —preguntó repentinamente al ver que yo tomaba mi único ejemplar literario sobre la mesa de noche.
—¿A qué te refieres? —pregunté en respuesta ante su inesperado interrogante, no entendía la raíz de su interés.
—No lo sé, como siempre anotas todo se me ocurrió que quizá tendrías una lista —dijo despreocupadamente alzando sus hombros—. ¿Acaso las dudas repentinas y la curiosidad sólo son válidas en ti? —refutó alzando una ceja de forma acusadora mientras recogía su ropa del suelo.
—No, me sorprendió que iniciarás este tipo de conversación, pero eso no significa que me disgustara —respondí vistiéndome con su camiseta—. En respuesta a tu pregunta, suelo escribir una lista de los libros que deseo leer cada año, pero nunca he hecho una con los libros que más me gustan.
—Yo creo que deberías hacer una y dármela —insistió con extraña naturalidad, como si sus palabras fueran coherentes.
—Hannigan desea leer, no lo creo —dije con exagerada sorpresa.
—Quizá lea algunos resúmenes.
—Eso me parece suficiente, haré la lista esta tarde e intentaré ignorar lo extraño de tu pedido, sólo porque hacer listas está entre una de las siete maravillas para mí.
—Sabía que te animaría —dijo aparentemente... ¿Satisfecho?, realmente no lograba comprender sus ocurrencias. Me entregó el teléfono y se retiró de allí sin más.
Me senté en el sofá, con el cuaderno en la mano y el televisor de fondo. Intenté pensar en mis libros y organizarlos en una lista, separar las buenas lecturas de las fundamentales, de las que hubiese traído si hubiera tenido la oportunidad.
La meditación me llevó a abstraerme de mis preocupaciones reales por un momento e insertarme en los dilemas literarios más profundos e interesantes.
La lectura era más que un entretenimiento, era lo único que podría hacerme viajar incluso en el más tajante encierro. Podría volar mi mente, abrirla, llenarme de conocimiento, hasta conocer gente y lugares sin necesidad de siquiera activar mi cuerpo inmovil. Mis sentidos se despiertan con cada frase y mi alma sonríe, llenándose de sentimientos profundos y ambiguos.
Siempre fui de la idea de que la vida es muy corta, y la literatura buena muy larga como para releer un libro, pero el aislamiento me enseño que cada vez que releo una obra, la misma se transforma en miles diferentes, logro comprender otros aspectos de ella y sus personajes, una obra buena jamás termina de enriquecerme.
Matar a un ruiseñor. Escribí en una cursiva desprolija el título de mi primera elección, lo elegí porque destaca la cruda realidad de la discriminación y la violencia ante la perspectiva del adulto y tambien la del niño.
Fahrenheit 451. Segunda elección, el peligro de la ignorancia que nos puede acontecer a todos y lo triste de un mundo sin lectura.
1984. Tercera elección, una distopía en concordancia con la segunda.
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El mar en invierno
RomanceTerror, pánico y desenfreno. El mundo colapsa, las calles vacías lloran las horas y no queda ápice de la vida cotidiana. Muerte y desolación, estado de sitio, las autoridades decretan el aislamiento obligatorio y las puertas de las fronteras se cie...