9. Caminé lento (Parte N° 2)

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Hiram

La besé, rompiendo mis propias reglas. No fue el mejor beso que he dado, sinceramente el contacto físico fue muy torpe. Nuestras narices se chocaron más de una vez, los dos mantuvimos los ojos abiertos quitando cualquier vestigio de profundidad a la situación, e incluso nuestros dientes se tocaron provocando una horrible sensación. Ni siquiera mis pensamientos fueron lo que se esperaría, todavía no habíamos distanciado nuestros labios y ya pensaba en que ella diría alguna estupidez o hablaría sin parar irritándome. La cúspide del romance.

Pese a estos incómodos detalles, podría afirmar que algo había cambiado en mí. Después del acto mis inclinaciones se transformaron repentinamente. No de una forma cursi o romántica, sino más bien despertando otro lado oculto para mis adentros, como si hubiera recuperado los afectos perdidos. Me sentía vivo e incluso curioso, ¡hasta interesado! Hace mucho tiempo había perdido el interés por la vida y aún más por las personas, por eso sentirlo atravesando mi interior era una fascinante -y olvidada hasta ese momento- sensación para mí.

La gente me resultaba predecible, alienada y aburrida. Me había rendido ante la codicia como único propósito para no pensar en las inquietudes que la vida misma nos plantea, las que superan el cubrir las necesidades físicas. Lo demandante de lo abstracto y el escarnio del espíritu.

Sin embargo, ella y sus excentricidades me habían devuelto la curiosidad junto con la inclinación al disfrute de las singularidades y rarezas que despliegan las cosas más simples de la vida, como sentir emoción, pasión, conmoción, ternura, emotividad y sentimentalismo, peligrosas sensaciones que me había obligado a dejar de sentir, viéndolas totalmente innecesarias. Es cierto, estas no se necesitan para seguir respirando ni para que el cuerpo continúe despierto trabajando, pero sí se necesitan para desear querer seguir viviendo, ya que sin ellas, la vida no parece necesaria.

Explicándome, pese a mi extraño descontento e irritación ante sus comentarios desubicados y excesiva emoción, ella era interesante para mí, provocaba que deseara estar consciente y levantarme para cosas simples como observar qué estaba haciendo. Verla pasar del llanto a la algarabía en tan solo un día me inspira, me hace reír y me divierte.

Después del beso me separé de ella unos milímetros y simplemente la invité a ver algo conmigo, como si nada hubiera pasado. Me sentía efusivo y espontáneo, como muy pocas veces lo hacía, por lo menos mientras estoy sobrio.

La arrastré tirando fuerte de su mano hasta la otra punta de la habitación, casi llegando al balcón, donde se encontraba un mueble viejo. No lo abría hace tiempo, mi madre lo había puesto allí cuando me mudé. Abrí las dos puertas de madera y saqué de adentro una pequeña valija oscura, dentro estaba el tocadiscos que hace un largo tiempo no usaba. Le quité el polvo soplando y me senté en el piso como un niño pequeño, sosteniéndolo como a un preciado juguete.

Olvidé que alguien estaba a mi lado. Miré fijamente el artefacto en mis manos, pude remontarme al pasado y estar en casa otra vez, sentir el olor de mamá y su dulce pero irritante voz, característica que compartía con Gia. Quizá eso es lo que me atrae de la chica de los libros, me recuerda a mi madre y tengo un rollo patológico a lo Edipo, «aunque dadas las circunstancias y la falta de libertad podría ser algo más parecido al síndrome de estocolmo» pensé, rápidamente sacudí esa idea de mi mente.

Sentí mis ojos cristalizarse al revisar los viejos discos. Gia posó su pequeña mano tímida en mi hombro, lo hizo delicadamente temiendo a mi reacción. No puedo culparla, yo le he dado razones para actuar de esa manera. Lo más triste de encontrarle un parecido a mi madre es que me convertiría a mí en la joven versión de mi padre.

Hace mucho tiempo no abría el cajón de los recuerdos, por lo menos no de forma consciente. Era más duro estar sobrio, no habría una resaca que me hiciera olvidarlo todo mañana.

El mar en inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora