26. Al moverme

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Timothée

«Es como si el mar se lo hubiera tragado». Repetí las palabras de Gia una y otra vez en mi mente, no podía creerlo, la respuesta estuvo frente a mí todo el tiempo.

Desde que mi padre comenzó a trabajar como agente encubierto, me adentré con él en la misión de espiar al gobierno y encontrar la raíz del virus que desató esta fatal crisis. He pasado horas disfrazado de oficial encubierto junto con él, recorriendo hospitales y analizando conductas, siguiendo patrones, pero sin importar la cantidad de tiempo que le dedique no había logrado hallar el verdadero foco, dónde se había ocultado y procreado esta terrible peste. Según los análisis, la peste llevaba una temporada viva, pero recién se había desatado con el llegar del frío, el frío activaba sus componentes letales y conservaba los mismos intactos, volviéndola completamente indestructible.

Un lugar frío y húmedo, que abarcara gran parte del país, donde la bacteria podría conservarse sin ser descubierta: El mar. El mar era el foco de infección y el frío invierno era el propulsor que activó la peligrosidad de esta abominable y contagiosa epidemia.

Corrí con desesperación, mis piernas largas y aceleradas se acercaron a la orilla, con premura necesitaba comprobar mi incipiente teoría. Al acercarme al agua tomé un pequeño descanso, el aire frío chocó contra mi rostro y toda la agitación producto de mi exabrupto anterior se fue, dando lugar una serie de escalofríos y congelando mis labios junto con la punta mi nariz. Me agaché levemente recuperando el aire y me recargué con las manos sobre las rodillas. Me sentía ansioso y exaltado, a punto de explotar, mis sentidos estaban a flor de piel mientras que los estímulos externos hacían su trabajo enfriando mis huesos.

Observé a mi alrededor, el mar se veía muy diferente a lo que era en verano. Se veía más triste y olvidado sin los niños corriendo y el sol iluminándolo, lucía nostálgico y profundo, casi poético. La marea se retiró, y en la arena pude observar un hecho terrible: Miles de peces muertos pintaban la orilla, el mar los dejaba allí como su desecho trágico. Tomé notas en mi pequeña libreta sobre la cantidad de peces y el color del agua, esto era sólo el primer paso. Debía descubrir qué había contaminado el agua y cómo seguía transportándose el virus hasta la ciudad y por todo el mundo.

Inhalé una bocanada de aire y cobré el valor para seguir avanzando, no podía rendirme en este momento. Caminé por la costa errante, buscando alguna respuesta y pateando con desdén iracundo cualquier cosa con la que mis pies se toparan. Con mis dos manos tomé mi cabeza, aferrándome a alguna idea vagante que pudiera unir todos los polos perdidos, pero no había nada, cada descubrimiento tan sólo me acercaba a un nuevo enigma.

La ciencia, la psicología, el crimen, todos mis estudios daban vueltas en mi cabeza, pero no había conocimiento suficiente ante la avaricia del hombre. No había teoría que me pudiera ayudar a salvar las vidas inocentes que se perdían con cada paso que daba.

He notado que no conozco las playas lo suficiente, las he disfrutado pocas veces en alguna tarde solitaria. Pero aunque he crecido aquí, jamás me he sentido realmente atraído a ellas, no por la maravillosa naturaleza sino más bien por el ambiente que crean los que las visitan. Nunca he sido partidario de los juegos en equipo ni de los grupos grandes, los trajes de baño me parecen incómodos y creados para alimentar estereotipos. Las bebidas frías están sobrevaloradas y más las alcohólicas, no le veo la gracia a perder todos mis sentidos. No hay nada más placentero que estar alerta y conectado con la realidad, midiendo cada paso y siendo capaz de tomar decisiones sin estímulos externos. Las sombrillas son poco prácticas, un invento ancestral el cual es físicamente imposible que se mantenga en pie una tarde entera. Exponerse al sol es una imposición social meramente superficial que trae cancer, inadmisible, no le veo la gracia a freírme en aceite.

El mar en inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora