Los días transcurrieron de forma apresurada. Hiram y yo adoptamos el balcón como nuestro preciado refugio. Tomábamos el sol de las mañanas en silencio mientras reposábamos en unos pequeños asientos de interior, que ahora ocupaban nuestro rincón.
La necesidad intrínseca de ver el cielo y escapar del encierro nos motivó a no solo pasar la mañana allí, sino que también las tardes y las noches. Muchas veces charlábamos sobre trivialidades y muchas otras sobre pensamientos profundos, opiniones y gustos. Escuchábamos música o permanecíamos en silencio mientras él fumaba un cigarrillo y yo leía algún libro, más bien, el mismo libro, el único que tenía guardado en mi mochila el día que todo cambió: Demian de Herman Hesse. Muchas veces sentía que Hiram significaba para mí lo que Demian para el característico protagonista, como si fuera un personaje atractivo y peligroso que ingresó a mi vida para hacerme sucumbir ante mis más ocultos deseos e inquietudes, despertando una extraña y poderosa dependencia hacia el.
Los últimos días salíamos por las noches, el frío chocaba contra nuestra piel y con el caer de la madrugada brotaban nuestros más hondos temores y sentimientos. Quizá era nuestra imaginación, pero al cerrar los ojos podíamos sentir la brisa del mar acariciar nuestros rostros.
Habíamos desarrollado un contacto más allá de los besos y de cualquier cercanía física. Conectábamos nuestra mente uniéndonos en una extravagante danza de historias y necesidades emocionales, en la cual girábamos fingiendo que podríamos hallar juntos el rumbo, ignorando todas nuestras falencias y los factores externos que volvían poco probable nuestra errante relación. Él me envolvía en su camino, llenándome de ilusión y pasión, obnubilándome con su encanto para no escuchar mis preguntas, para que el tiempo se viera demasiado valioso como para perderlo en resolver un enigma.
Noche y día velaba por la salud de mi compañero y amante. Me despertaba en las madrugadas temiendo una recaída y soñaba despierta con sus constantes espasmos y temblores. Cuidaba de él e incluso me había amigado con el internet, leyendo miles de artículos sobre el tema, me había vuelto una experta en remedios caseros y terapias sencillas. Mis esfuerzos no fueron en vano, de a poco volvía el color a su anguloso rostro, junto con el apetito y la tranquilidad. No voy a negar que su carácter no era nada fácil de manejar, en especial cuando debía hablar de sí mismo, pero cada día lo conocía más y sabía que temas no abordar, cuándo reír y cuándo callar.
Hiram, por su parte, había aprendido a conquistarme con pequeños gestos coquetos y sincero interés en mis asuntos. Su atención y aprobación se habían convertido en mi mayor anhelo. Sus ojos verdes me envolvían y su sonrisa lograba suavizar cualquier aspereza creciente entre nosotros. Es cierto, no hablaba mucho, pero sí sabía escuchar, con su presencia imponente me hacía largar palabras sin medida, le hablé de mi pasado, mi presente y mis aspiraciones a futuro. Mis temores, deseos y más preciados tesoros, convirtiéndolo en mi confidente. Descubrí que incluso podía ser cariñoso y detallista.
Juntos pasamos más de una tarde buscando con empeño la forma de comunicarnos con mi querida abuela. Mi corazón se cerraba con cada fracaso y tan solo podía imaginar lo peor, sintiéndome desfallecer en el proceso. Hiram se limitaba a tomar mi mano y teclear palabras frenéticamente en su computadora buscando alguna línea de comunicación abierta, lo cual era una tarea casi imposible debido a que las vías habían sido bloqueadas en la mayoría de los barrios humildes por falta de pago. La gente no tenía siquiera para cubrir sus necesidades básicas.
Me sentía pasmada ante la diferencia de condiciones que existía entre mi situación actual con Hiram y la de mi vecindario fuera del campus. Era lamentable. Nosotros teníamos comida de sobra, televisión por cable, teléfono e internet. Incluso Hiram podía hacer compras online y recibirlas con rapidez, solía preguntarle por sus beneficios y en respuesta se limitaba a atribuírselos a la condición social de su padre. Más de una vez he visto el nombre de su padre figurar en la pantalla de su teléfono por algunos segundos mientras que mi compañero solo lo dejaba sonar, no le respondía, volviéndose serio y lejano después de cada llamada perdida.
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El mar en invierno
RomanceTerror, pánico y desenfreno. El mundo colapsa, las calles vacías lloran las horas y no queda ápice de la vida cotidiana. Muerte y desolación, estado de sitio, las autoridades decretan el aislamiento obligatorio y las puertas de las fronteras se cie...