29. Sólo pude saltar

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Timothée

El día había transcurrido con rapidez, casi desesperado. El camino no era lo suficientemente largo como para permitirme asimilar los hechos: el aislamiento, el virus, los infectados, la lejanía de mis seres más queridos, y el hecho de que ya no iba a la facultad, no pasaba tiempo con Gia, ni siquiera mi entorno familiar se sentía igual, el disfrute se había perdido junto con la normalidad.

Esto era todo lo que tenía, la investigación, piezas sueltas que con inocencia presumía saber armar y la esperanza de llegar a formar una respuesta algún día, engañándome a mí mismo. Todo tenía que ver con la pandemia, cualquier actividad externa a ella sería para mí un despropósito.

Pensé en mi ultima llamada con Gia, en sus palabras, en el mar; en mis corridas por el muelle, y mi búsqueda errante; en el sorpresivo hallazgo de hoy, examiné un cuerpo, trabajé lado a lado con un doctor y luego entré ilegalmente a un hospital para hurtar sus registros descaradamente. La adrenalina dominaba mi ser, podía sentir mi sangre galopar recorriendo mis venas, había encontrado la respuesta parcialmente, pero mi avance era abismal.

Me paré frente a la puerta de la casa que, desde que nací, he llamado mi hogar. Observé las pequeñas flores que mi madre había plantado, o más bien, lo que quedaba de ellas. Me arrepentí de no haberlas cuidado y regado cuando tuve la oportunidad. Vi los postigones de madera, el color ocre de las paredes pintadas por mi padre, la añoranza era un sentimiento intenso y arrollador.

Tomé el picaporte, inserté la llave y con un movimiento estaba adentro, ansioso por contarle a mi padre lo que había descubierto, pero la imagen frente a mí no era lo que esperaba. Mi padre sentado en el comedor sostenía su cabeza entre sus manos, sus ojos estaban rojos, inyectados en sangre como si hubiera estado llorando por horas.

Me acerqué a él y lo observé, mi adrenalina se detuvo en seco y ahora me sentía temeroso e indefenso, podía presumir que algo muy malo había pasado.

—Papá, ¿qué ha pasado?

—Siéntate Tim —Me pidió con un tono paternal que me erizó la piel, escuché sus palabras y obedecí rápidamente.

—Es Eliza, la abuela de Gia, está presentando síntomas —La noticia cayó sobre mí como un balde de agua fría, nada valía la pena si perdía a mis seres queridos.

Mis ojos se inundaron de lágrimas, sabía exactamente lo que le pasaría lo había presenciado muchas veces. Sabía cómo el virus tomaba la vida de las personas y la transformaba en un calvario, matandolas lentamente. La imagen de Gia vino a mi cabeza y no hice más que llorar. La impotencia desgarraba mi alma deseaba estar con ella, pero sabía que el acercamiento era aún más letal.

Mi padre, al verme llorar, volvió a su posición de protector, se recompuso y se mantuvo a la defensiva, mostrando su habitual actitud, cambió su tono y me narró los hechos con precisión y términos técnicos, ocultando su dolor hablando como si estuviera frente a un clase, hablándole a sus alumnos de historia.

—Esta tarde comenzó a tener tos seca, la hija de Rose me lo informó, se sentía ahogada y sin fuerzas. Su piel está cambiando el color, por la apariencia que tiene estimo que está en la primera fase.

—¿Le has dicho a Gia? —pregunté sin saber qué hacer, no me sentía preparado para tomar esa decisión. La fina línea entre desgarrar su corazón de impotencia porque no puede acercarse o romperlo al enterarse demasiado tarde, o peor aún si rompe el aislamiento poniendo su propia vida en juego.

—No. Es reciente, pero es su nieta, debe enterarse pronto, creo que tú deberías decirle.

—¿Qué haremos?

El mar en inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora