18. Sólo pude avanzar

142 40 43
                                    

—Hola —contesté distraída, el recuerdo de Timothée me ponía nerviosa y dubitativa, como si yo misma estuviese ocultando algo que sabía que no sería de su agrado.

—Gia, soy yo, Timothée, ¿cómo estás?, recibimos tus cartas —habló apresuradamente y pronunciando mi nombre con cariño.

—Muy bien, ¿y tú? —respondí con premura, mi voz sonaba temblorosa debido al frío de la noche y una extraña añoranza que enfermaba mis huesos.

—¿Pasa algo? —preguntó con apremiante preocupación, la cual demostraba lo mucho que me conocía—, tu voz suena temblorosa.

—Simplemente tengo frío, estoy en el balcón —respondí intentando recuperar mi tono de voz habitual—, ¿cómo va todo por allí? —pregunté rápidamente cambiando el tema que, sin razón aparente, me hacía sentir incómoda.

—Gia, ¿seguro que estás bien?, ¿puedes hablar o está ese tipo allí? —preguntó con una extraña desconfianza y su voz mostró un claro desprecio hacia Hiram, el cual se encontraba en la otra punta del balcón, aparentemente perdido, con la mirada en el cielo y su cigarro en la mano.

—Timothée, se llama Hiram —dije en un pequeño susurro—, y confío en él. —Hiram se volteó un momento, quizá porque oyó su nombre, y yo le sonreí para darle tranquilidad, me sonrió de igual manera e ingresó al apartamento—. ¿Cómo están todos por allí? —pregunté con mucho énfasis, trayendo a colación la pregunta perdida.

—Lo siento, no te enfades, sólo me preocupo por ti —dijo suspirando y sentí cierta pena por él, sin importar cuanto me exasperaba sabía que sus intenciones siempre eran las más honestas y bondadosas—. Tu abuela está muy bien, me encargo yo mismo de que tenga todo lo que necesita, aunque... ya sabes, regala la mayoría de las provisiones a los vecinos más necesitados —pronunció la última frase entre risas y yo reí con él, el vivo recordatorio de la amabilidad de mi gente llenó de calidez mi alma—, todos los días me despierto temprano y voy a las reuniones del pueblo, nos juntamos a mitad de cuadra y reunimos las provisiones para luego dividirlas y repartirlas entre los más necesitados —Lo escuché atentamente y entre frases lo felicité por su magnífico trabajo—, en las tardes trabajo en la casa de doña Rosa, desde su fallecimiento su hija necesita mucha ayuda con la huerta, la cual es una gran fuente de alimentos frescos para todos.

—La hija de doña Rosa —repetí con un tono insinuante, era una joven muy amable con la cual yo siempre molestaba a Timothée, ya que a mi parecer harían una muy linda pareja.

—¡Cállate tonta!, sabes que no me gusta, lo hago por el pueblo.

—Disculpa Karl Marx, no quise ofenderte, sé que estás demasiado ocupado escribiendo un manifiesto como para enamorarte —Me burlé de él con un tono sarcástico.

—Cállate John Locke. ¿O prefieres Adam Smith? —refutó con la misma ironía.

—Así que ahora soy libertaria eh, yo pensé que siempre sería tu Engels —respondí fingiendo una voz triste.

—Y si ya eres parte de ellos Lutero, predicas la revolución pero luego te escondes en la casa del rey.

—Soy más bien Calvinista y creo que cada uno tiene lo que merece, y Dios me quiere burguesa —dije citando otra ideología de un precursor protestante y los dos comenzamos a reír de nuestras referencias históricas.

—Te extrañaba, maldita protestante —dijo con cariño.

—Y yo a ti, estúpido comunista —respondí con el mismo cariño que él me habia expresado.

—Últimamente estoy muy solo, necesito una amiga, o más bien, te necesito a ti.

—Estoy aquí para ti cuando sea —expresé, sus palabras me incomodaron, eran el vivo recuerdo de mi lejanía y de lo mucho que todo había cambiado. Sé que no decidí estar aquí, y mucho menos tener todas estas comodidades, pero saber lo mucho que mi familia me necesita despertaba culpas infundadas en mi interior.

El mar en inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora