-¿Hola?
Del otro lado de la línea, con un agudo pitido, Justin pudo escuchar el débil ruido de una canción de ascensor seguido de la interferencia de un quejido y eco, dejando en el fondo de la línea la vaga sensación de que había alguien que llegaba retrasado para hablar y se lamentaba. Se quedó en silencio extrañado.
-Hola – Contestó una mujer. Él frunció el ceño. Siguió callado. - Habla Kathelyn Kaliee – siguió ella - procedente de la nueva empresa de televisión Satelital alemana “Froteire” ¿Con quién tengo el gusto?
¿Froteire?
Justin esbozó una risita irónica, incrédula y colgó el teléfono de sopetón irritado ¿Kathelyn… que? ¿Una empresa de televisión? Negó con la cabeza para sí mismo y sonrió de mentiras. A veces se preguntaba si es que era casualidad o mero destino que cosas extrañas le pasaran cuando decidida hacer cosas que no estaban en sus planes. Miró el teléfono que reposaba en sus manos aun y otra sonrisa cínica se le escapó de los labios ¿Una nueva empresa de televisión llamaba justo el día en que él decidía ir a una casa que había estado vacía por semanas?
Era casualidad, lo sabía, pero que jodida suerte para amargarle el rato.
Escuchó el teléfono sonar de nuevo y lo colocó sobre la mesita con la superficie de vidrio ignorando los timbres que siguieron por los próximos minutos. De lo que menos tenía ganas era de mantener una conversación sobre la calidad de su televisión por cable. Odiaba esas llamadas. Además parecía mentira que aun después de mes y medio sin pagar la factura del teléfono todavía recibiera llamadas.
Se dejó caer sobre uno de los sillones llenos de polvo y un flechazo inesperado, uno que traía consigo la imagen de Jane dormida – y enferma - sobre ese mismo sillón en el que se había sentado le pasó por la cabeza de volada. Jane. Con amargura mencionó su nombre bajito y recordó ese día. La primera mañana que había despertado en la casa, como único dueño, y la había encontrado a ella dormida afuera, enferma. Un retorcijón en el estómago, parecido al que se siente cuando vas en caída de una montaña rusa, hizo presencia en él revolviéndole la bilis. El polvo del sillón se le metió en la nariz y estornudó. Y ahora el retorcijón no lo sintió en el estómago sino en el pecho.
Como una diminuta grieta.
Aguantó el peso de su cuerpo apoyando los codos en las rodillas y con una falsa sonrisa se maldijo a sí mismo ya que imágenes que había decidido mantener lejos de su presente, de su cabeza, y sobre todo fuera de sí mismo, llegaron a él como una lluvia primavera. De improvisto.
Recordó a Jane en aquel avión, cuando la vio por primera vez con su cabello alborotado y una sonrisa. Como siempre. Una sonrisa. Y su actitud cálida. Recordó también el día de su matrimonio y la luna de miel. A Jane peleándole todo el tiempo y a su estúpido baile de pollo. A su estúpida voz, a su estúpida calidez y a su estúpida piel, tan suave como su estúpido olor a maracuyá. Recordó a su estúpido tacto, y a su primer beso también. Luego al segundo, el que había pasado justo en ese sofá y que había conllevado a su primera vez en la intimidad.
La primera vez en que había hecho el amor.
Recordó… y la silueta de ella perdiéndose por la puerta VIP del aeropuerto con Alan y alejó cualquier buen recuerdo de su mente, plasmando en su lugar una fina línea de dolor que se desplazó hasta su rostro.
Sintió los ojos escocerlo. Sintió que un nudo se hacía en su garganta y que se rompía.
Ni siquiera el día en que ella se había marchado lloró. Ni siquiera ese día en que sintió que un agujero negro succionó todo a su alrededor, le dio un giro y lo dejó en el vacío, lloró. Sus ojos no se humedecieron. Incluso aunque su pecho fue abierto y su corazón fue extirpado, las lágrimas no bajaron por sus ojos. En cambio ahora, después de que había pasado un tiempo, sentía como si el peso de todo lo que se había guardado en esas semanas se le viniera de golpe y lo sucumbiera por completo, haciéndolo caer…
Pero los hombres no lloraban. Y él tenía claro que la debilidad se reflejaba a través de las lágrimas, por lo que no se permitiría a si mismo hacerlo. Él era un hombre… los hombres no lloran.
Maldijo en voz baja mientras una gota salada le bajó por la cara y tragó gordo, liberando el nudo de su garganta y limpiándose la lagrima silenciosa de su mejilla.
Aun así, el ardor que sentía en su pecho no se detuvo.
El último día en que había sentido la garanta tan seca y esa sensación de debilidad en su cabeza, había sido hacía bastante tiempo. Cuando su hermana Avalanna había muerto.
¿Por qué ahora?
Odiaba el hecho de sentirse tan débil y de que su coraza hecha de un fino y delicado cristal se cayera pedacitos dejándolo indefenso.
Su límite se había sobrepasado, ya no podía más con aquel sentimiento.
La amaba maldita sea. Para su ganancia o perdición estaba pendejamente atado a Jane y mierda y jodida su suerte, no podía olvidarla.