Preludio

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Recuerdo a mi aya, se llamaba Leonila.

Me arrullaba en su esponjoso pecho relleno de algodón, me decía que era un príncipe hermoso y yo estiraba mis pequeñas manos para acariciar su pecoso rostro. Leonila tenía la nariz ancha, los ojos separados y una dentadura dispareja, pero yo la veía hermosa porque tenía unos ojos color de mar. Nunca había visto el mar, pero sabía cómo era. Yo sabía muchas cosas.

Todas las noches, Leonila me dejaba en la cuna, se sentaba a mi lado y tarareaba alguna canción mientras tejía con sus gruesos y blancos dedos. Sabía el momento exacto en que se quedaría dormida, entonces yo abría los ojos. Yo nunca dormía.

Desde el momento en que fui capaz de escuchar los crujidos de la sangre y el palpitar del corazón de mi madre, sentí un enorme vacío dentro de mi pequeño y blando pecho que se robaba mi paz, era como si me faltara un pedazo de mí mismo de mi alma.

- Es un niño muy extraño –

Dijo mi madre una vez, me tenía entre sus brazos y deslizaba su largo dedo índice por mi mejilla. Tenía una sonrisa dulce y amable, sus rizos color de oro siempre colgaban sobre sus hombros ataviados con cuentas de piedras preciosas y flores silvestres. Olía a lavanda, y el vibrar de su corazón junto a mi cabeza era reconfortante.

- Es el mejor niño que he cuidado en mi vida Lady Bellá - Respondió Leonila mientras cambiaba las mantas de mi cuna.

- Nunca llora – Observó mi madre tomándome la mano izquierda para ver la cicatriz en forma de K que tenía en la muñeca.

Había nacido con ella, mi familia se había conmocionado de que tuviera una marca de nacimiento con la inicial de nuestro apellido: Kapoor.

Mi tía Dalle, hermana melliza de mi madre y esposa de mi tío Sebástian, hermano mayor de mi padre, había acudido corriendo con el obispo para indagar si se trataba de algún augurio. Lo hizo alegando su respeto a los cuatro grandes Beatos, pero en realidad, temía por Leonardo.

Mi tía Darla, la primogénita del Gran Rey, era estéril. Oberón, primer hijo varón de mi abuelo, era un borracho promiscuo de quien nada esperaba nada y aunque el Rey aún no lo había desheredado, el mundo entero sabía que Sebástian sería Rey después de Darla, y por lo consiguiente, Leonardo su hijo, el heredero inmediato.

Mi padre, Lord Philip, figuraba como el quinto heredero, y yo, bueno apenas tenía un día de haber llegado al mundo cuando se me puso al final de la línea sucesora.

Lady Dalle quería que así siguiera siendo. Y yo también, porque no había nacido para mandar, si no para obedecer, eso lo tenía bien claro.

- Nunca se enferma, nunca se queja –

Afirmó Leonila sacando las flores viejas del jarrón junto a mi cuna y reemplazándolas por frescas.

- Tuve un sueño una vez, cuando era joven – Dijo mi madre jugando con mi escaso cabello castaño – Tendría un hijo del color del barro y la hierba tierna. Agitando los brazos volaría por encima de las nubes, invencible, infinito hermoso –

- El único color de barro que tiene Alejandro es el de su cabello –

Espetó Leonila, riendo.

- Y tampoco vuela – rio mi madre – Los sueños raras veces tienen sentido, pero eso no significa que no tengan significado. Este niño Leonila, es especial, de eso estoy segura –

Besó mi frente con ternura y me depositó en la cuna con mucho cuidado. Yo la miraba con ojos muy abiertos.

Poco se imaginaba mi madre que su sueño si tenía sentido, que pude volar con los brazos, alcanzar el cielo y ser infinito, pero nunca alcanzó a verlo, porque me fue arrebatada cuando cumplí los seis otoños.

Fue mi padre quien sostuvo mi mano cuando el féretro de ella bajaba al agujero eterno.

Mi madre se había ido, y, sin embargo, yo no sentí nada.

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