Capítulo XXI

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A. J. Phoenix

Ariel notó el cambio de actitud en Claude desde que le dijo de la 'sorpresa'. Él imaginaba que el otro estaría más que dispuesto a que tuvieran sexo, pero al parecer la cosa no estaba saliendo como había previsto o planeado. Aún no procesaba bien que había molestado a Claude, cuando era evidente que las pistas indicaban que le gustaba, bastaba ver como se le ponía dura cuando estaban desnudos. Bien, necesitaba empezar a pensar como gay; una cosa era fingir ser uno, otra muy distinta serlo.

Cuando interpreto en aquella serie aquel papel, lo hizo tan bien que casi recibe un premio de la Asociación de Actores por su bien logrado papel ese año. Pero el hacer el papel de un gay en el armario, depresivo y suicida no es igual a 'ser gay'. Ya había pasado más de un año de aquello, y toda su carrera ida a la mierda por una desgraciada que lo había usado como el escusado de chismes, sólo para que esa estúpida tuviera audiencia. Ensuciado su nombre simplemente para subir puntos en su trabajo; bien, eso aún no lo superaba. Otro seguramente hubiera pasado la pagina, no le hubiera hecho caso; pero las humillaciones que sufrió fueron demasiadas, eso sin contar con lo económico; había perdido su fuente de trabajo, un trabajo que disfrutaba realmente; un trabajo que ahora había perdido todo su atractivo; y eso no iba a perdonarlo, cayera quien cayera.

—Una moneda por tus pensamientos, —dijo la bruja.

—Se supone que tú eres quien lee las cartas y sabe todo, —le reclamó Ariel a Ma'Tita.

—Leo el futuro, no soy telépata, —sonrió divertida la mujer mientras servía una taza de té al ahora rubio gitano en frente de ella.

—No entiendo a los gay, —dijo Ariel, mientras sorbía algo del caliente brebaje. —Primero parece que van a saltar sobre ti para devorarte, pero apenas tú les aceptas la insinuación, entonces salen corriendo asustados.

—Seguro nunca pesaron que aceptarías, eso los desubica, —explicó la mujer. —¿Bueno, te las hecho o no?, —dijo la mujer barajando las cartas entre sus dedos.

—No, no quiero saber nada del futuro, al menos no todavía; además me debes una historia, —le recordó él.

—Cierto, —dijo ella colocando el paquete de cartas en la mesa y acomodándose en la butaca donde estaba sentada, agarrando entre sus dos manos su taza grande de té. —A ver, por donde empiezo.

—El principio siempre es buen punto de partida.

—Creo que voy a empezar por el final, por quien me dio estas cartas malditas, —dijo la mujer divertida y sonriendo ampliamente. —A ver, ya te conté de la muerte de mi esposo, como lo cargué al bote que estaba en la playa, como tuve suerte que vivíamos no en el pueblo, sino alejados lo suficiente del mismo para que no hubiera testigos. Subí su cuerpo y arranque el motor fuera de borda, y me encamine mar adentro, con mi bote amarrado al suyo, arrastrándolo. Cuando ya me encontraba a una distancia lo suficientemente lejos de la costa, agarré la navaja que él tenía, le quite toda la ropa y le corte el cuerpo, necesitaba que sangrara, que la sangre llamara a los peces y otros depredadores marinos para que dispusieran rápido de su carne y de las huellas del crimen; que desperdigaran sus huesos por todo aquel mar y que no hubiera forma posible de poder ensamblar sus partes, y lo lance al agua atado a una de esas tantas trampas de cangrejos, cuyas piedras lo hundirían hasta alcanzar el fondo a decenas de metros abajo, donde reina la oscuridad.

La mujer calló, Ariel escuchaba atento el relato, no iba a interrumpir.

—Me cambié de bote, y con otras piedras rompí el fondo de su lancha, que se empezó llenar de agua, hasta que finalmente se hundió bajo las olas. Estaba hecho, tarde horas en regresar a remo, me dolían los brazos horriblemente, pero finalmente llegue a la playa, y a la casa. A la mañana siguiente vivieron unos vecinos a preguntar por él, estaban preocupados, no lo vieron el día anterior entregando su pesca y hoy tampoco se había aparecido. Podría mentir, decir que lo vi salir esa mañana, pero sabía bien que las mentiras tienen patas cortas. Les dije que yo estaba preocupada, pero que la niña estaba enferma, y en parte era cierto, le había dado un brebaje a Sita, que estaba acostada somnolienta y con gran fiebre, así se la mostré a la vecina y por eso no me había podido mover de la casa; les pedí ayuda a aquellos que fueran a buscar a mi esposo; por supuesto ya sabes que nunca lo encontraron; pero al final tuve que largarme del pueblo, habían demasiados rumores.

Sólo Negocios - Serie: Agencia Matrimonial - 02Donde viven las historias. Descúbrelo ahora