CAPÍTULO XXXVII: RODMENTON

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—Aneurisma —dijo el médico

—¿Qué diantres significa eso?

—Significa que su hija puede qued...

—Sé lo que significa, Doctor... Yo sólo... —no podía dejar la ansiedad de lado.

—Entiendo lo difícil que puede llegar a ser una noticia de este tipo...

—¡Usted no sabe ni una jodida mierda! ―y no mentía. El médico posiblemente trató casos de aneurisma en diferentes personas, pero ¿cuántas de ellas eran un familiar muy querido? Sus palabras de pésame y empatía previamente estudiadas y memorizadas no eran la solución que necesitaba en ese momento.

—Nick, debes calmarte...

—¿Tiene cura? ―necesitaba que me dijera todo de manera rápida y clara. Podría soportarlo.

El médico guardó silencio y gracias a esta reacción supe que la respuesta no iba a ser agradable.

—Este tipo de aneurisma que presenta tu hija es muy particular...

—¡Maldita sea! ¿Tiene cura? ―Al fin sabía que la parálisis espontánea que sufría Lindsey de vez en cuando y la alteración de sus sentidos era por esa maldita lesión cerebral llamada aneurisma, pero me interesaba más saber cómo curarla.

—Con tratamiento podríamos extender un par de años su esperanza de vida.

—¿Y ese tratamiento no la puede curar?

—Lo siento, Nicholas. La lesión ha avanzado bastante ―negó con la cabeza―. No hay cura.

Al salir del consultorio y ver a mi hija mirándome desde las sillas de espera me hizo sentir despedazado. Tenía sólo nueve años y un extraño padecimiento que podía arrebatármela en un santiamén.

Podía irse sin más y dejarme solo.

Llegué a pensar que la vida era injusta por dejarnos sin Sharon y que lo peor había pasado, y, en ese momento en el que supuse que por fin nos habíamos adaptado, dicha vida decidió golpear de nuevo, esta vez a matar.

La vida no era injusta, era una perra.

En un instante me di cuenta de que Lindsey era mi pasado, mi presente y mi futuro. Una vida sin mi hija significaba quedar atrapado en el pasado porque ella era mi razón de vivir en el presente y la razón por la cual quería seguir existiendo en el futuro.

Dios nos había abandonado. Su mano la había llevado al precipicio para dejarla allí mientras contemplaba y esperaba cruzado de brazos pacientemente hasta que por fin cayera.

―¿Todo bien, papá? ―Me preguntó en cuanto salí del consultorio. Había lágrimas en mis ojos que no podía ocultarle.

―Sí... El doctor me dijo que estás creciendo muy rápido y que eres la niña más sana que ha visto ―inventé mientras trataba de soportar una enorme y puntiaguda estaca clavada en mi pecho.

Lindsey me sonrió y lo vi una vez más. Su expresión facial quedó congelada frente a mí, liberó unos sonidos en los que solicitaba mi ayuda y el médico se asomó al pasillo, se encaminó a nosotros y me la llevé en brazos. No quería que ese imbécil volviera a tratarla.

En la camioneta, la pequeña Morgan volvió a la normalidad y me sonrió.

Necesitaba dinero, necesitaba un mejor médico y necesitaba una segunda opinión que desmintiera el aneurisma, pero no tenía nada de eso.

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