CAPÍTULO XLI: BALEMM

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Una gran ventana gruesa compuesta por un polímero altamente resistente a impactos era lo que me separaba de Issac Pierce y de todos los criminales lo suficientemente descuidados como para dejarse atrapar.

Ver a esos sujetos vestidos de naranja, esposados y con esa apesadumbrada expresión en sus ojos me hacía sentir superior a ellos. Éramos escoria criminal, pero yo me había mantenido a salvo por cinco años, e incluso pude salir adelante cuando fui atrapado con las manos en la masa por el teniente Fletcher... Éramos infames, pero yo era un infame listo, ordenado y sistemático para mantenerme a salvo y así poder darle a Lindsey, por segunda vez, el regalo de la vida. El resto de reclusos eran infames atrapados y limitados por bardas, barrotes y guardias armados con permiso de disparar si intentaban salir.

Incluso la basura se clasifica.

Estúpidos.

Perteneces aquí, Nicky.

Tal vez era ese sentido de pertenencia el que me provocaba un hormigueo en el estómago que me llevó a mis dulces dieciséis años, cuando mi grupo de amigos y yo visitamos la funeraria dirigida por el padre de uno de ellos, quien nos mostró cómo se embalsamaba un cuerpo, actividad que fue demasiado para mi mente y me llevó a vomitar.

Era joven y tenía que compensar ese débil comportamiento, por lo que decidí meterme a un ataúd cuando los demás prefirieron no hacerlo.

El ataúd fue cerrado desde afuera y las esponjosas paredes forradas con una tela muy suave color perla desaparecieron en la oscuridad total que inundó el interior de la caja. Sentí cómo nacía el miedo en mi estómago y se expandía con lentitud y a paso seguro hacia todos los rincones de mi cuerpo. No dejaba de pensar que la muerte se acercaba más a mí y era consciente de que eso no tenía sentido, pues era un joven saludable, pero el hormigueo fue el mismo al que sentía en la prisión y apenas lo comprendí: me había metido por decisión propia al lugar correcto en el momento incorrecto. Comprendido esto, la ansiedad que se manifestaba en forma de pequeñas hormigas caminando por mi estómago y médula espinal en esa prisión, desapareció.

Un sujeto se sentó delante de mí, al otro lado del ventanal. Era un hombre con una expresión de odio en su rostro relativamente joven con arrugas; su mirada era fría y penetrante, la cual combinaba a la perfección con su físico bien trabajado.

―¿Quién mierda eres tú? ―preguntó despectivamente por el teléfono que nos comunicaba al ver que sus escoltas se marchaban a una de las paredes a vigilar a una distancia prudente para no escuchar nada.

―Hola, Issac ―le dije con un tono de voz monótono con mi larga barba y bigote.

―No lo volveré a preguntar. ¿Quién mierda eres tú? ―sabía que él no mentía. Si no le decía lo que exigía saber se iría por donde vino.

―Soy... Randal Reilly ―le respondí usando como señuelo el nombre de mi primer víctima y el apellido de un hombre que consideré, en un momento, mi amigo.

―¿Qué mierda quieres?

―Quería hablar contigo sobre algo... ―hice una seña a uno de los guardias y apunté a mi maletín previamente revisado por ellos. El guardia me hizo una seña de aprobación con la cabeza con cierto desagrado.

―¿Sobre qué? ¿Te conozco, imbécil?

Coloqué el pedazo de papel que traía conmigo en el cristal y pude notar que las letras aparecieron por el lado que miraba Pierce. Su actitud irrespetuosa cambió rápidamente.

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