Capítulo XI: Albania

133 12 3
                                    

*


Septimus despertó con un sobresalto. El suave traqueteo del carruaje había cesado, y el extraño silencio que lo rodeaba le hizo abrir los ojos lentamente. Miró por la ventana del carruaje, intentando identificar algún paisaje familiar, pero en lugar de ver los árboles oscuros que bordeaban la finca Lestrange, solo vio densos y retorcidos bosques que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. El aire olía a tierra húmeda, a hojas podridas, a algo oscuro.

El carruaje detuvo su marcha y la puerta se abrió de golpe, revelando una vista que no esperaba. Frente a él, se encontraba una pequeña cabaña de aspecto rústico, aislada en medio del espeso bosque, con una chimenea que emitía un débil humo gris. No había señales de la mansión Lestrange, ni de la vida cotidiana que conocía. Todo en este lugar parecía desconectado.

Confuso, miró a su madre, que ya había salido del carruaje con una elegancia inmutable. La mirada fría de Merula no lo miró ni un segundo, y sin decir palabra, comenzó a caminar hacia la cabaña.

—¿Dónde estamos? —preguntó Septimus con la voz áspera, aún somnolienta y desconcertada.

Merula no se molestó en volverse. Simplemente dijo, con su tono distante y calculado:

—En Albania.

Albania. El nombre resonó en su mente con la misma fuerza que una campana en la distancia. Albania ¿Por qué allí? No había oído hablar de ninguna razón por la cual su familia tuviera alguna relación con aquel país.

Un nudo se formó en su estómago. El silencio que siguió a su pregunta lo invadió de inmediato, y la respuesta de su madre le heló la sangre. No quería pensar en lo que eso podría significar. Pero la sensación de desasosiego persistió, como una sombra oscura que lo acechaba a cada paso.

Antes de que pudiera procesarlo por completo, las puertas de la cabaña se abrieron de golpe, y una figura alta y oscura apareció en el umbral. Septimus levantó la vista, y allí estaba, como si hubiera salido de la propia oscuridad, su padre. Rabastan Lestrange.

Su rostro severo y tallado en piedra se mantenía impasible, su mirada fría. El cabello oscuro de Rabastan caía hacia sus hombros, pero no tenía ni un atisbo de suavidad; era más bien áspero, como la misma atmósfera de esa cabaña. Su figura era imponente, y la intensidad de su presencia le pareció aún más aplastante en ese entorno aislado, en ese lugar lejano.

Septimus se quedó quieto, observando, incapaz de moverse. Los recuerdos de la última vez que vio a su padre no lograron aparecer en su mente. No podía evitar sentirse como un niño pequeño frente a ese hombre que siempre había sido un enigma y, al mismo tiempo, un monstruo imponente.

—Llegaron  —no hubo ninguna sonrisa, ni gesto alguno que indicara satisfacción o bienvenida. La palabra salió como una sentencia. Luego, con un gesto sutil, indicó que entraran.

Septimus permaneció inmóvil por un momento, sus ojos fijos en su padre, como si aún estuviera tratando de procesar la realidad de la situación. Había algo diferente en el aire, algo que le decía que esta vez no sería como las anteriores veces que regresaba a casa después de la escuela. Su padre no solo estaba allí, en ese lugar apartado, sino que su presencia lo arrastraba a una nueva fase de su vida, una fase que él no estaba listo para enfrentar.

Pero sabía que no tenía opción. Un paso tras otro, su cuerpo comenzó a moverse hacia la entrada de la cabaña, aunque su mente quería resistirse. Los pasos de su madre resonaban firmemente en el suelo de madera, pero los de Septimus eran más lentos, como si arrastraran el peso de sus pensamientos.

Al cruzar la puerta, el aire en la cabaña se sentía denso, pesado, como si se hubiera filtrado allí el mismo frío de la oscuridad exterior. La luz de las velas parpadeaba tenuemente, proyectando sombras largas y fantasmales.

El Heredero de Regulus Black (En edición)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora