Capítulo XLIV

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Juan despierta, la atmósfera dentro de la iglesia era de una profunda oscuridad y pesadez. Ya era de noche. 

El joven se pone de pie con dificultad y mira hacía el altar, allí ve a un monje cuyo rostro se ocultaba bajo la gran capucha de su túnica marrón. 

 

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—¿quién sos? —pregunta Juan firmemente. 

El monje puso su dedo índice sobre su boca, haciendo un gesto de que haga silencio, luego con el mismo dedo índice lo llamó. 
Juan lo siguió, su cuerpo temblaba sobremanera, pero igualmente fue valiente. 

El extraño monje lo condujo hacia la pared tapiada, aquella que luego del extraño incendio, tenía marcada la frase en latín. 

—¿Qué… qué pasa? —preguntó el joven muy débil. 

El monje descubrió su cabeza y observó a los ojos al atónito sacerdote. Juan comprendió todo, ese monje era aquella bestia con forma de simio, que hace semanas atrás los había querido atacar. Ahora gracias a las oraciones de Juan y Berger, su aspecto volvió a la normalidad. 

El sujeto señaló la pared quemada y lanzó un grito ensordecedor. Luego desapareció. 

Caminando despacio, se acercó a la pared y la tocó, alejó su mano enseguida ya que sintió que la pared ardía, ardía como arde un alma del purgatorio, ardía como las ganas de las almas por ver a Dios, ardía sin fuego alguno… 

El sacerdote se pone de rodillas y no hace otra cosa que orar, orar entre sollozos, sentía un vacío enorme en su alma y en su corazón. Se sentía abandonado por Dios. 
A pesar de su debilidad, en lo profundo de su ser, sabía que Dios no lo abandonaría así como así. 

Instantes después escucha un llanto desgarrador, era Berger y estaba en su habitación. 
Juan corre con todas sus fuerzas e ingresa al rescate de su amigo. 

El rubio se encontraba llorando en un rincón de la habitación, su sotana se veía rota y sucia. Juan no dudó y lo abrazó fuertemente. 

—¡por favor Berger, sea fuerte, Dios lo ama, lo ama mucho, no importa como sea, usted es su hijo y no lo va a dejar abandonado nunca! —decía llorando de dolor. 

Ambos se abrazaron fuerte, sin poder contener sus lágrimas. 

—padre Juan, sé en mi corazón que así es. Siento la noche oscura de mi alma, me siento solo, desamparado, sucio y pecador listo para entrar a las tinieblas, que Dios me perdone todo lo malo que he hecho, pero padre Juan, lo que dijo Ose, es mentira, nunca me masturbé pensando en usted… 

—lo sé —lo interrumpió—, no se preocupe, no le creí una sola palabra a Ose, escuche bien, tenemos un arma muy poderosa contra todo mal y esa es la oración, acompañeme, vamos al altar a orar. 

Ambos se pusieron de pie, y tomados del brazo, fueron juntos apoyándose el uno al otro. 
Se colocaron frente al altar. A pesar de estar débiles se arrodillaron en el frío piso de mármol, juntaron sus manos a modo de oración y rezaron el Santo Rosario. 

Aun lloraban, aun se sentían desprotegidos y con una oscura sensación de que serían atacados en cualquier momento. 

En medio de su oración, con sus ojos cerrados. Escucharon unos pasos que se acercaban cada vez más a ellos. 

No dejaron de orar a pesar de eso. 

El tercer lugar [Terror]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora