Capítulo 1

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I

El sonido de las pisadas se hacía cada vez más lejano, mimetizándose con las olas que reventaban contra la roca y el silencio sepulcral de la sala.  La humedad se filtraba por las paredes, el techo y el suelo, y la única luz natural provenía de una pequeña ventana esculpida en la piedra por donde sólo se colaba el olor a sal.  La tenue luz de una antorcha iluminaba el camino de regreso hacia la fortaleza, las escaleras que ascendían como espiral al final del pasillo, mientras que el resto de la bóveda permanecía en penumbras.  “Cinco” pensó Erin mientras apoyaba el antebrazo en la fría piedra bajo la ventana que daba al mar. Sentía que las olas se hacían cada vez más grandes y que sin previo aviso arrasarían con toda la bóveda, aunque nunca había sucedido algo parecido en los cientos de años desde que la habían construido.    Tampoco le tenía miedo al mar;  adoraba las tardes cuando ella y sus primas lograban convencer alguno de los pescadores para que les dieran un paseo en bote y más aún cuando pasaban horas sentadas en la arena, en la pequeña playa que se formaba justo por delante del muelle de Lannisport. Pero escuchar el mar debajo de la roca era otra cosa. Parecía un monstruo, un gigante que en cualquier momento se la tragaría. “¡Diez!” gritó por encima del sonido del mar y del silencio, despegando la cabeza de la piedra y volviendo a la realidad abruptamente.

No le costó acostumbrar los ojos a la penumbra, aunque instintivamente buscó una de las antorchas que descansaba junto a una de las tantas tumbas y la encendió antes de ir en busca del resto de los niños.  No era la primera vez que visitaba las bóvedas de la roca, aunque hubiese preferido jugar al aire libre en vez de meterse en la puerta del infierno.  Lancel siempre le había llenado la cabeza con historias horribles que sucedían en las bóvedas de Roca Casterly, aunque nunca Erin había visto a la criada sin cabeza que mataba a niños de noble cuna,  ni menos al maestre gris, quien envenenaba a los niños y les cocía la boca para torturarlos hasta que muriesen.  Se suponía que ambos  merodeaban en las criptas, pero no había más que sepulturas y figuras de piedra que nunca parecían volver a la vida.  Erin sabía que no eran más que cuentos para niños, pero ella era una niña asustadiza.

Obligó a sus pies a moverse en medio de la oscuridad, mientras sostenía la antorcha e intentaba concentrarse en la búsqueda. Detestaba tener que ser siempre la que buscara al resto;  prefería esconderse en las cocinas o detrás de las escaleras, incluso detrás de las cortinas.  Siempre había sido buena buscando escondites y como era pequeña aún, cabía fácilmente en un baúl o un podría esconderse detrás de un arbusto sin ser descubierta.  Una vez había pasado casi toda una tarde escondida detrás de la estatua de un león  en el patio de armas de la fortaleza y ninguno de sus hermanos ni primos había dado con su paradero hasta que su padre había enviado  a un par de guardias en busca de la pequeña Erin, pensando que tal vez habría caído desde las alturas a las turbulentas aguas del Mar del Ocaso. Le habían prohibido volver a jugar a las escondidas, pero era difícil no sentir ganas de correr cuando el sol asomaba en lo alto del cielo.    

La puerta del infierno no parecía ser más que una vieja cámara llena de huesos y roedores.  La poca luz que lograba filtrarse por la única ventana se extinguía cerca de la estatua de un león tallado en piedra, que se erguía orgulloso sobre una lápida con el nombre de un ancestro que había vivido durante la edad de los héroes.  Las paredes originalmente habían sido pintadas de rojo carmesí, aunque la sal había ayudado a lustrar la piedra en su tono original y la humedad se había hecho parte de casi toda la estancia. Brillaban bajo la luz de las antorchas los detalles en piedras preciosas y oro de alguna de las estatuas, así como viejas espadas y armaduras que habían pertenecido a los ancestros que descansaban bajo la Roca.  Había tumbas de todos los tamaños  y formas, aunque las que más abundaban eran  las rectangulares  que habían pertenecido  a los señores de la Roca, con sus respectivos nombres grabados en oro.  También habían lápidas que conmemoraban años gloriosos para la casa Lannister, así como una gigantesca construcción en forma de mausoleo donde supuestamente reposaban los huesos de Lan El Astuto.   Muy pocas veces Erin se detenía  a mirar dentro de la pequeña casa, pues sólo el vitral que mostraba la imagen de su ancestro le daba pavor, aunque la leyenda escrita con letras doradas le hacía sentirse más a gusto. Todos habían sido parte de su familia, ¿por qué iban a hacerle daño?

A Lannister DebtDonde viven las historias. Descúbrelo ahora