CAP 2. HERIDAS

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El joven de muletas la había levantado y aún sin entender su idioma lo siguió hasta una habitación donde la dejó encerrada y si bien no intentó huir, tampoco se movió un palmo en cuanto él salió del lugar dejándola ahí.

     Su intento de suicidio había sido truncado en cuanto ese tipo irrumpió en la habitación y si bien sabía que era un pagano, hereje y seguro asesino, no temió el ser llevada con él, ¿qué más podrían hacerle después de todo?

     ¿Violarla? Lo había sido desde meses atrás cuando un sacerdote se interesó en ella, tantas y tan repetidas veces que aprendió a acatar sus ordenes.

     ¿Lastimarla? Ella misma se había infringido cuanto dolor era necesario para satisfacer a su Dios y salvar su alma.

     ¿Castigarla? Ja, sus continuos derrumbes y arrebatos contra la fe, junto a su embarazo fueron causa de continuos castigos físicos y un ayuno extremo que sólo era roto cuando aquel sacerdote entraba a sus aposentos para saciar su lujuria, dejando sólo un pedazo de pan duro a su ida.

     ¿Matarla, tal vez? Lo deseaba, anhelaba dejar de existir en aquel mundo donde era juzgada por ser diferente, no temía cielo ni infierno, sólo quería dejar aquel lugar donde, creyendo que encontraría la paz, obtuvo sólo tortura en daños físicos y mentales.

     Así que, ¿qué daño tenía al dejar que un extranjero se la robara?, un pagano que había acabado con sus tormentos, no sólo con su velador personal, sino con todos aquellos que la habían injuriado y si bien no entendía su idioma, sus expresivos ojos y sus gesticulaciones le ayudaban a comprender lo que quería al menos un poco. Por otro lado, otro de los hombres que al parecer dirigía le había hablado en una lengua que si recordaba, algo tosco y de bruta forma, pero también se había hecho cargo del silicio en su pierna y eso le había ganado su respeto aún sin conocerlo siquiera un poco.

     Inmersa en aquellas cavilaciones que Ivar desconocía, fue cómo la encontró al entrar, seria, con la mirada perdida, en el mismo lugar donde la había dejado; era como ver a una anciana en posesión de un cuerpo joven, al menos eso le hacía pensar su blanco cabello.

     Verla en ese estado tan ensimismada, sin notar su presencia le dio tiempo a él mismo para detallarla en su mente; dejando de lado los extraños tonos en sus ojos y su cabello la chica era hermosa, su cuerpo aún algo encorvado revelaba una altura lo suficientemente imponente cómo para dejar a las demás mujeres por debajo y su torso... Ivar se detuvo un momento a mirar sus senos y su estomago cubiertos por el manto, había visto a mujeres embarazadas antes, pero nunca a una tan de cerca y eso le ocasionaba tal picor en las palmas de las manos que al apretarlas hizo tronar los huesos de sus dedos, sacándolos a ambos del transe en que cada uno se encontraba inmerso.

     La mujer volteo a mirarlo al escuchar el chasquido de huesos y al igual que él, ninguno dijo ni hizo nada más que eso, hasta que luego de unos instantes él, con ayuda de esas muletas, se sentó a su lado sobre esa loza de piedra que fungía de cama.

     —Dame tus piernas mujer —hablo Ivar palmeando su regazo, recibiendo únicamente una seca mirada—. ¡Agh, tus piernas Cristiana! —gruño y agachándose levemente las tomó una a una con sus manos para subirlas—. Piernas —Se las señaló con sus manos abiertas al ver que pretendía bajarlas— aquí Cristiana —Y las palmeo, sosteniéndolas para evitar que las moviera.

     Esa acción fue suficiente para que la monja no intentara moverse nuevamente, acatando sin saberlo, la petición del pagano a su lado, quién procedió a masticar unas cuantas hojas que llevaba en su mano y a levantar su túnica, dejando a la vista la piel lesionado a su paso.

LA MONJADonde viven las historias. Descúbrelo ahora