Capítulo Nueve.

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Joseph movió las piernas para sentir la humedad de la tierra en la planta de sus pies. Los suaves rayos del sol matutino lo acechaban de frente haciendo que debido a su brillo mantuviera los ojos cerrados en todo momento, pero eso no le impidió disfrutar de la brisa fresca que se dejaba pasar de vez en cuando.

Se había salido de la casa para salir un momento al jardín compartido de la entrada. Suponía que alguien tenía que verlo ahí sentado, únicamente con pantalón y camisa, sin calzado. Sería el loco e impudico vecino de residencia. Ese pensamiento logró hacerlo sonreír.

Había seguido todo el día de ayer las órdenes de Debonnie sobre quedarse recostado por el bien de su salud. Se tomó todas las porquerías amargas que el médico dejó para su fiebre y náuseas, incluso cuando ese mismo menjurge le provocaba asco. Vaya ironía.
Aún así, se había hartado de estar en cama tanto tiempo. Joseph jamás había estado acostumbrado a durar más de las estrictas y necesarias horas de sueño.

Sentía que la inactividad era como inutilizar el cuerpo. Era esa la razón por la que estaba en constante movimiento, además de que no le gustaba el silencio, por alguna razón se sentía fuera de lugar cuando se quedaba sin palabras o comentarios.
Como un pez fuera del agua aferrándose a la vida.

Una sombra referentemente particular cubrió por completo el calor del cielo que asentuaban en sus delirios.
Ni siquiera tuvo que abrir los ojos para saber que se trataba de su hermana, por supuesto que en cuanto le avisaran que su cama estaba vacía empezaría a buscarlo. Debonnie era una controladora de primera, uno pensaría que siendo artista dejaría fluir más su carácter relajado, pero ni siente años en la ciudad del romance calmaron esos impulsos de dominar todo a su paso.

Se preguntaba hasta donde había llegado los límites de Debonnie. ¿Hasta que punto ella se consideraba libre?

—¿Por qué no estás en tu habitación descansado?

Joseph se relajó más en la banca, ignorandola por completo. Bueno, aquí estaba el punto por el que sus padres no lo soportaban. Estaba haciendo una escena lamentable en público sobre su imagen y a pesar de todo, le daba absolutamente igual.

Él solo quería un poco de aire fresco.

No sentía las ganas de ponerse montones de ropa solo para dar un suspiro.

—Joseph, vuelve a la casa de inmediato. Tienes que vestirte.

—De todas formas voy a tomar un baño, no encuentro lógica en utilizar ropa limpia si voy a lavarme.

—Entonces entra y descansa en la intimidad de tu casa.

—No estoy descansando. Estoy huyendo.

—Santo Dios, deja de comportarte como un niño—lo regañó pero le dio igual—. ¿De quién huyes?

—De ti.

Dijo y abrió los ojos para ver su cara de molestia, pero en su lugar sólo vio una sonrisa maliciosa.

—Oh querido hermanito, aún no has convivido conmigo lo suficiente para suscitar esa acusación—lo señaló—. Arriba, ya podrás tomar el fresco otro día.

Joseph miró el cielo aún trazado con matices dorados del amanecer y donde apenas y
llegaba la sombra de unas ramas de los árboles cercanos. No tenía intención alguna de moverse pero sí esa mujercita era tan obstinada como se hacía notar, sabía que perdería la batalla.

Con esfuerzo levantó su pesado cuerpo, aún se sentía débil y caliente por dentro, pero no se lo diría pues eso solo la haría tener razón con toda la locura del reposo.
Avanzaron juntos hasta la entrada, la miró y vio que ella estaba particularmente diferente, no lo había ni notado en primera instancia.

Salvar un corazón W2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora