Capítulo Treinta Y Nueve.

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No soportaba su cabeza. Era como si dentro de ella un fuego ardiente estuviera arrasando todo a su paso. Las llamas se fundían a la par con los dolores y eso hacía que fuera difícil dar paso a su voluntad. Estaba sufriendo demasiado, su cuerpo ya no era suyo y no lograba llegar a ninguna conjetura coherente. Todo era gritos y súplicas que su voz no lograba expresar.

Estaba preso de su dolor y de su mente. Solo imaginaba ponerle un fin a su confinamiento. Y al querer ver más allá del profundo vacío, todo se volvió difuso.

La niebla de lo desconocido.

Así sentía que se presentaba la inconsciencia de su mente. Todo era difícil de entender, sus pensamientos se mezclaban o desaparecían. Cada vez que intentaba imaginar algo, la espesa negrura se tragaba sus esfuerzos. Escuchaba voces como si fueran susurros a la distancia, no estaba seguro de poder reconocer nada. Todo era como si estuviera planeado para torturar su cabeza, teniendo posibilidades, pero no fuerzas.

Intentó moverse, pero no logró siquiera hacer algo tan fácil como mover un brazo. En su lugar, apareció una brecha frente a él. Joseph estaba demasiado cansado como para poder avanzar, sentía el cuerpo desvanecido e incapaz de dar un solo paso.
La brecha terminó por expandirse y entonces sintió la lluvia sobre su rostro.

Abrió los ojos, pero no era realmente algo que esperara. Estaba en el bosque, en sus manos estaba el cañón que había robado de la galera de su padre y vestía la misma ropa del día del accidente. Asustado, miró en dirección a la casa, pero Humbletown era un punto pequeñísimo a la distancia.
El cañón cayó de sus manos mientras sus lágrimas se mezclaban con la potente lluvia que caía sobre él.

—¿No lo habías traído con un propósito? —dijo alguien a sus espaldas.

Joseph se quedó rígido, su cuerpo empapado empezó a temblar por la impresión de escuchar aquella voz y por lo helado del agua. Se quedó de espaldas, incapaz de plantarle cara al fantasma de su pasado.

El mismo fantasma que llevaba años atormentándolo.

Joseph sintió un cosquilleo en su mano, un calor familiar y reconfortante que lo hizo mantener la serenidad. Exhaló lentamente mientras se aferraba a ese sentimiento, la paz dentro de la tormenta de su mente desatada.

Se dio la vuelta y su respiración se descontroló al ver la figura de su hermano recargada sobre un tronco del bosque. La lluvia también caía sobre él, pero no parecía realmente importarle, su cabello rubio escurría sobre su joven rostro y sus ojos azules lo miraban con diversión. Era el mismo chico de diecisiete años que murió aquel verano. Era el mismo lugar, incluso bajo las suelas de sus zapatos estaban las piedras dónde él...

—Mojaste la recámara del arma, no creo que puedas hacer ese tiro ahora.

Joseph sollozó al ser consciente de que estaba delante de él nuevamente.

—Kyle... —susurró con anhelo.

—El mismo, solo que un poco más muerto.

Intentó acercarse, pero sintió una punzada de dolor sobre su hombro que lo hizo doblarse en el suelo, del lugar comenzó a emanar sangre de manera veloz. Una abertura de un río carmesí.

—Estás muriendo, Joseph —Kyle se levantó del tronco y se acercó a él—. Y para tu desgracia parece ser que tu penitencia soy yo.

El joven negó y se llevó una mano al hombro, le dolía mucho. Intentó hablar, pero solo logró hacer que un sollozo escapara de forma estrangulada. Jamás pensó que volvería a verlo.

—Tienes que dejarme ir, hermano. Lo que ocurrió, es el pasado. Ya no puedo seguir quedándome aquí.

—No me dejes, lo siento mucho.

Salvar un corazón W2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora