No recordaba desde hace cuanto tiempo había tenido un sueño tan intenso y al mismo tiempo desconcertante. Sin duda fue placentero, pero eso no descartaba el hecho de que su mente estaba creando escenarios muy fuera de lugar. Joseph no se refería a que su sueño fuera bueno y cómodo, aunque lo fue; su condición se refería más bien al contenido de su sueño. Estaba él, en una habitación en penumbras apenas iluminada por unas cuantas velas alrededor de la cama y en ella una tentadora y sensual figura se movía lentamente, tentandolo, invitándolo. Toda una escena de lo más erotica, incluso creyó ser capaz de aspirar los aromas de ese cuerpo perfecto, aromas mortalmente familiares.
El desconcierto, el peligroso desconcierto estaba en que cuando se acercaba a la cama para poder comprobar con sus manos la suavidad de esa piel, el calor de ese cuerpo, la luz se volvía más clara y de entre esas sombras unos mechones dorados y rizados aparecían cubriendo la perfecta desnudez de unos senos pequeños y preciosos, pero entonces él seguía acercándose y aquel rostro tomaba forma del de Florence.
Hubiera sido condenadamente feliz si hubiera podido despertar en ese momento, si su subconsciente hubiera abierto sus ojos y aventado a su cuerpo en una señal de alarma, pero no fue así. Contrario a sus deseos el sueño continuó y lo hizo de una forma casi detallada pues le hizo el amor, la escuchó susurrar su nombre en los momentos en los que el placer aumentaba y sintió como sus uñas se hundía en su espalda a medida que entraba en ella. Todo fue sumamente bueno, maravilloso de hecho, tenía desde la maldita pubertad que no tenía sueños húmedos con alguna mujer.
Bastó un roce a la sensible piel de su espalda ese día que colocó su cadena, un regalo de su prometido debía recordar, para que su cuerpo estallara en un deseo que sentía irreconocible. Dos semanas, dos puñeteras semanas se necesitó para volverlo loco. Aquello no era algo que él deseara o planeara, sucedió y no le agradaba mucho no poder controlar ciertos aspectos de su cabeza. Sin lugar a dudas debería estar indignado o asustado de los alcances de su inconsciencia, pero él mismo se encontraba deseando recordar ese sueño una y otra vez.
Era como volver al cielo y al infierno al mismo tiempo.
¿Qué jodidos le ocurría? No podía fijarse en ella, incluso si ese anillo no estuviera en su mano, incluso si no fuera ya de otro, Benjamin jamás permitiría que se acercara a ella de esa forma. Y él mismo desestimó un compromiso entre ellos hace años debido a que sabía la clase de inmundo patán que podría llegar a ser. Merecía más, mucho más y ahí estaba él, soñando y deseando por un maldito roce el poder llevarla a donde nadie los encontrara y hacerla suya una y otra vez hasta saciarse. Aunque no creía que fuera posible hacerlo.
No tenía ni idea de como se había vuelto tan violento su deseo por ella. Era una sensación de caída libre en la que jamás tocaba el suelo pero la caída se volvía más rápida y atrayente. Suponía que el hecho de mantenerse alejado de ella no servía pues por alguna extraña razón la tenía pegada a los talones siempre haciendo preguntas de lo más extrañas. Intuía que deseaba saber la razón de su pelea con Benjamin, sin embargo era un tema espinoso que primero debía resolver con el susodicho.
El sólo pensar en enfrentarse a él le daba dolor de cabeza, pero hoy debía hacer cosas que le recordaran que por mucho que le gustara ser un desgraciado, seguía teniendo honor. Así que sería un buen día para dejar viejas rencillas y haría todo lo posible por mantenerse alejado de Florence Whitemore.
—¿Joseph? ¿Estás despierto?—preguntó Laura detrás de la puerta.
Hablando de dolores de cabeza.
—¿Hijo? Tenemos una sorpresa ¿aún sigues dormido?
¿Sorpresa? Joseph se quitó la almohada de la cara y cerró los ojos inmediatamente cuando la débil luz del día le dio la bienvenida.
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Salvar un corazón W2
Historical FictionWHITEMORE 2 La señorita Florence Whitemore fue conocida por ser un diamante en bruto dentro la sociedad londinense. Debido a su personalidad alegre, vital y dotada de gracia, todos caían rendidos ante el encanto de su belleza e ingenuidad. Tanto era...