Capítulo Treinta Y Siete.

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Las voces eran un eco fuera de su realidad. Las personas, los hombres con los que estaba de camino a la muerte, se movían de formas lentas e incomprensibles. Davina empezó a reclamarle a Thomas y comenzó una disputa acerca de porque salir era una mala idea. Joseph miró su mano derecha la cual tenía los nudillos rojizos por el puñetazo que le había dado a Frederick.

Aprovechando el alboroto, dejó el fusil reposando sobre la pared y se acercó a Debonnie con cuidado de mantenerse alejado del pozo. El traqueteo de la rueda hacía imposible oír cualquier otra cosa que no fuera las personas ahí dentro.

—¡Eh, aléjate de ella! —Sintió el filo de una hoja en la garganta.

—¡Déjalo en paz, Cameron, ayúdame a atar las manos a Davina! —exigió el líder.

—¡No se atrevan, yo no voy a arriesgarme! —graznó asustada.

El hombre lo soltó con un poco de brusquedad y un paso en falso hizo que el suelo bajo sus pies crujiera. Su corazón se detuvo por un instante al pensar en la posibilidad de que Debonnie cayera.
Con lentitud, dobló una rodilla y le quitó la mordaza de la boca.

Su cabello rubio oscuro estaba revuelto, pero eso era algo muy común en su persona. Tenía los labios ligeramente resecos y los ojos rojizos. Si muchas veces antes había sentenciado que su hermana parecía muchísimo más joven de lo que en realidad era, ahora no estaba seguro de poder sostener esa afirmación. Parecía que el cansancio y la preocupación habían hecho de ella el reflejo de la incertidumbre.

En pedazos. Así era como sentía su corazón. Estaba a punto de salvarlo todo, o, por el contrario, perderlo.

Ella no dijo absolutamente nada, tampoco había mucha necesidad. Lo que estaba a punto de pasar no era algo que pudiera impedirse o volverse más fácil de procesar. Su hermana mayor le dio un beso en la frente mientras él veía como gruesas lágrimas resbalaban por su rostro.
Él la abrazó con fuerza, temeroso de que fuera el último contacto que tuviera con alguna persona, con su familia.

—La última vez que nos vimos, ninguno era parte de esta familia, pero ni el tiempo o la distancia borra lo que hay en nuestra sangre —acarició su mejilla—, hay que volver a casa, niño.

—Hay que volver a casa.

Escuchó un silbido a sus espaldas que lo devolvió a la cruda realidad. Las voces dejaron de ser ecos para transformarse en irritable órdenes, su casaca y sus botas oscuras se quedaron sobre una de las cajas cerca de la entrada. Volvieron a ponerle el fusil en las manos y cuatro de los cinco hombres avanzaron con una muy obligada Davina hasta el marco de la puerta.

Fuera, el sonido suave del viento acompañado de la caída del agua a sus espaldas reinó el valle. Por la puerta solo podía observarse una mínima fracción del bosque, pero ni poniendo atención se visualizaba un poco de la presencia de los hombres de Carland. Incluso él comenzó a dudar un poco de que estuvieran ahí.

Thomas le dio un empujón a Davina.

—Sal y dime qué ves.

—¿Estás enfermo? No voy a ser la carnada.

—¿Prefieres que te dispare justo ahora?

—¡No! Solo créeme, los tenemos a los dos, podemos negociar con el padre. No tenemos salida, capturaron a Paisley.

El hombre acarició su barba con indecisión mientras los otros hombres lo veían a él con la expectativa al aire.

—Si tienen a Paisley, la policía lo sabe también, ¿no? —Le preguntó a Joseph—. Dijiste que alejaste a toda la ayuda.

—No tengo idea de si lo tienen o no, mi padre no me cuenta cada maldito paso que toma, pudo haber hecho algo sin consultarme —mintió de nuevo—, ustedes mejor que nadie están al tanto de mi pésima relación con él.

Salvar un corazón W2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora