En el que estamos solos

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Adam


—¿Qué hora es? —quise saber para cambiar el tema. Sam parpadeó de manera excesiva y negó con la cabeza. Sonreí porque al parecer, ninguno de los dos habíamos recordado que teníamos que levantarnos temprano para las clases.

Sam se puso de pie rápido y sujetó su celular.

—¡Mierda! ¡Son las nueve y media! —gimió y se llevó la mano a los labios para acallar sus palabras.

—Pues... vale, ni modo. Llegaremos tarde hoy.

—No me digas —susurró ella con expresión sarcástica.

—¿Puedo usar tu ducha? —pregunté y ella parpadeó sorprendida.

—¿Mi ducha?

Por su tono chillón supe que se había puesto nerviosa y sonreí divertido.

—Si voy hasta mi casa, tardaré más tiempo. Siempre traigo un cambio en la mochila por lo del tenis. ¿Puedo? —pregunté de nuevo y ella se sonrojó.

—Bien... quiero decir, úsala primero. Yo me bañaré luego.

—Podríamos bañarnos juntos —susurré con una sonrisa divertida y ella se sonrojó aún más.

—No, gracias.

Me encogí de hombros y me levanté. Los padres de Sam no estaban, imaginé que ya se habrían ido al trabajo. Salí de la casa y fui directo a mi auto para sacar la mochila. Cuando regresé, Sam seguía con su playerita de unicornios y estaba preparando algo en la cocina.

—¿Qué haces?

—El desayuno.

—¿Para dos?

—Obviamente —dijo con una sonrisa y me miró por sobre su hombro —. En cuanto termines de usar la ducha, avísame.

—Vale.

En cuestión de diez minutos ya había terminado de bañarme. Me enrollé la toalla a la cintura y comencé a cepillarme los dientes con una mano e intenté acomodarme el cabello con la otra. Sam tocó la puerta y yo abrí.

—¿Puedo entrar ya?

—Seguro —dije poco claramente por la acción que realizaba. Ella me apresuró con la mirada y yo sonreí. Segundos después me enjuagué, me limpié el rostro con la toalla para manos y guardé mis cosas de aseo personal en la mochila. Sam se introdujo en el baño y me empujó por la espalda hacia afuera—. Aún tengo que peinarme el cabello —dije riendo y ella gimió frustrada.

—Hazlo en mi habitación.

—No. Quiero hacerlo aquí.

La coloqué entre el mueble del lavabo y mi cuerpo y ella me miró con gesto avergonzado. Puse mis manos en su cintura y la alcé para sentarla en el mueble. Sam, sorprendida, se aferró a mis hombros.

—¿Qué haces? —quiso saber en un susurro y mi mirada se quedó clavada en las marcas de su cuello que se habían tornado moradas. Incómoda, se llevó una mano a la zona lastimada y negó—. No me duele —me aseguró de inmediato.

Elevé un poco mi rostro, pues ahora ella estaba unos pocos centímetros arriba de mí, y la observé fijamente.

—Mentira —le dije con seriedad—. Quita tu mano.

—No.

—Quítala —le ordené con suavidad. Sam suspiró y bajó su mano lentamente. Volví a analizar la piel magullada y acerqué mi rostro a su cuello. 

Un juego peligrosoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora