En el que es la despedida

623 51 0
                                    


Él no dijo nada y solo sonrió casi imperceptiblemente.

—¿Lista? —preguntó.

Asentí y él abrió la puerta. Avanzamos al auto y, como siempre, él me abrió la puerta y yo me coloqué en el asiento. Estaba nerviosa. Sentía que me temblaba todo por dentro. Era como si él hubiese dicho y hecho todo para hacerme saber lo que sentía hacia mí, y ahora fuese mi turno. No tenía idea de lo que debía hacer. En parte porque era muy mala para esas cosas, en parte porque no tenía experiencia en relaciones formales, en parte porque aún sentía mi orgullo herido por lo que había sucedido y en parte porque tenía miedo de arruinar todo. Mis inseguridades me devoraban.

—Regresemos, entonces —dijo en cuanto prendió el auto y comenzó a avanzar. La casa de su abuelo quedó cada vez más lejos en el espejo retrovisor lateral, hasta que la perdí de vista poco tiempo después. Apoyé la cabeza en la ventana a mi derecha y cerré los ojos.

No tenía ganas de hablar, en especial porque no sabía qué decir. Él era el que parecía haber ido de día de campo y yo me veía como si hubiese regresado de la guerra. Adam no me pidió que habláramos en ningún momento ni tampoco intentó hacer conversación durante la hora que viajamos por carretera. El tiempo pasó muy lento y a la vez muy rápido, y yo ni siquiera lo miré.

Al aparcar frente a mi casa, suspiré con desgana y él se bajó sin esperar más. Maldije en voz baja y Adam abrió la puerta para que yo saliera. Me puse la mochila al hombro y lo miré sin saber exactamente qué decir.

—Yo... —comencé con la voz entrecortada—, te veré luego.

Cielos, qué idiota.

Adam cerró la puerta detrás de mí y asintió. Antes de que yo pudiera moverme, me sujetó de la mano y yo alcé el rostro para contemplarlo otra vez.

—Sam. Cada palabra que dije ayer fue cierta. Espero que... —se mordió el labio inferior y despegó sus ojos de los míos solo por unos segundos, regresó a mi rostro y suspiró—. Te veré luego.

Asentí y me solté de su mano. Caminé con la mochila al hombro directo a la puerta de mi casa y estaba justo por abrir cuando ésta se movió y mis padres me enfrentaron con sus rostros llenos de preocupación. Estaba a punto de decirles que eran los peores padres del mundo, que no quería hablarles, ni saber de ellos por un mes; pero, repentinamente observé las ojeras de mamá, el cabello despeinado de mi padre, sus semblantes pálidos... y supe que no habían dormido. Los ojos se me llenaron de lágrimas y pude entender, al fin... lo que ellos deseaban que yo comprendiera. No me culpaban y nunca lo habían hecho, me amaban a pesar de mis errores y solo querían que fuera feliz; que estuviera bien. 

Un juego peligrosoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora