28. La boda

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Las palabras de Heris hicieron eco en la cabeza de Hercus. Entonces, él despertó de su fantasía. Estaba acostado en su cama con su pulso alterado. Suspiró agitado, tratando de tranquilizarse. Miró por la ventana, el paisaje. Era de tarde y todo estaba en silencio. Ni siquiera el viento silbaba como de costumbre. Los animales también estaban callados. Era más, ni la brisa soplaba. De repente, ya no estaba dentro de su casa, sino que estaba afuera, en el bosque, en medio de enormes árboles. De inmediato, la voz de Heris empezó a sonar con gran volumen. Ella pronunciaba su nombre y se repetía una y otra vez. "Hercus, Hercus, Hercus". Entonces, regresó a la realidad. No estaba soñando. Heris estaba frente a él, mientras lo sostenía por el brazo.

—Hercus. ¿Qué sucede? —preguntó Heris. Ladeó su cara.

—Creo que escuché mal —contestó él. Era imposible que Heris le hubiera propuesta matrimonio así de la nada. Siempre había creído que lo veía como su discípulo.

—No. Te he preguntado si, ¿quieres casarte conmigo? —dijo ella, para confirmar su declaración.

Hercus tensó la mandíbula. Sus ojos se aguaron. Si eso era cierto, podía gritar de la felicidad y saltar de la emoción. Mas, se mantuvo sereno. Tantos días habían compartido. Había llegado a creer que solo permanecerían como maestro y aprendiz por el resto de la vida. ¿Por qué la situación había tomado este nuevo rumbo y había tenido un cambio tan drástico?

—¿Yo te gusto? —preguntó Hercus. Su semblante era serio.

—No lo sé. Pero estoy bien contigo. Me gusta tu compañía y me es agradable verte y tenerte conmigo —contestó Heris con naturalidad y sinceridad—. Si no quieres, no hay problema. Los planes del torneo no saldrán afectados.

Hercus moldeó una leve sonrisa por esa confesión. Eso parecía ser algo parecido a gustar de alguien. Mas, Heris se mantenía igual de imperturbable. Desde que la había conocido, no la había visto expresar ninguna emoción, ni rabia, ni enojo, ni tristeza, ni nada. Ni siquiera había esbozado una sola sonrisa en este lapso. Con ella todo era más serio, formal y estricto. Aunque a veces las cosas eran, solo un poco más flexibles. Había algunas preguntas que quería hacerle. Desde que había llegado a Glories se había mantenido aislada. Pero podía deducir lo ella transmitía.

—Si acepto. Nadie más puede enterarse, ¿cierto?

—Así es. Será un secreto entre los dos y entre ellos —dijo Heris, señalando a los animales que los observaban.

—Comprendo... Y acepto. Casémonos, Heris.

—He comprado algunas cosas para la ceremonia. Será mañana.

Heris le mostró algunos atuendos que había adquirido en su viaje. Hercus entendió que en el tiempo que habían estado separados ella había estado pensando en este asunto, porque estaba preparada con antelación para la propuesta. Eso significaba que había sido algo premeditado y no espontáneo que había surgido de la nada. Era posible que desde aquella vez que la había intentado besar había estado reflexionando en el tema. Después de eso, volvió al pueblo. Se reunió con su grupo y practicaron juntos. Era de noche, Hercus miraba el techo del cuarto con la claridad de la lampara de aceite.

—Conocía a una chica muy linda —comentó Herick, que estaba acostado en la cama de al lado.

—Eso es bueno. Me alegro.

—Ni siquiera sé cómo se llama y me dijo que no sabía cuándo iba a regresar —dijo Herick con melancolía. Suspiró con desánimo.

—No comprendo. ¿Le pasó algo? —Hercus pensaba que era alguien del pueblo o de la comunidad al frente de la muralla de hielo.

—Es hija de un mercader. Estuvo de visita en el reino. Ser marchó el mismo día que hablamos —dijo Herick—. Fue amor a primera vista.

Así terminó la conversación. En la madrugada, Hercus se alistó para ir a la choza de Heris. Cortó su cabello y se rasuró la barba, Había llevado algunos aperitivos para comer y recogió varias rosas. Al llegar, Heris estaba sentada en la mecedora, leyendo un libro. Lo hizo pasar para que se cambiara y se colocar el atuendo nuevo. Hercus se vistió con la ropa que Heris le había proporcionado para la ocasión, destinada a una boda, cuidando cada detalle para resaltar el atractivo aun escondido que poseía su prometido.

El atuendo de Hercus era de un imponente color negro, con una túnica larga y elegante que caía por encima de los talones con una gracia regia. Las botas, pulidas y robustas, añadían un toque de solidez a su apariencia. Una capa, en tono oscuro y lujoso, se posaba sobre sus hombros, otorgándole una presencia majestuosa. Con cada detalle y con la belleza natural de Hercus, no solo parecía un noble, sino más bien un príncipe de la realeza. Heris, en todos sus años no había visto a un hombre más hermoso, varonil y tan marcado como Hercus. Era normal que fuera tan popular entre las muchachas del pueblo. Si lo vieran, así como estaba, se desmayarían de tal belleza. Además, la personalidad de Hercus era pasivo, amable y modesta, lo que le daba un aura de reserva e intriga. Por eso, la transformación no solo estaba en su atuendo, sino también en la confianza que irradiaba, elevando su presencia a la altura de la ocasión especial que les aguardaba.

Hercus esperaba afuera, en el jardín de Heris, que había engrandecido y donde había plantado las hierbas medicinales del lado derecho en macetas, que parecían arbustos que adornaban el lugar solo de verde, como arbustos, mientras que la zona izquierda era más colorida y había diversas flores de distintos tonos. En el centro había un camino hecho con tablas de madera, que había sido cubierto por una alfombra roja. Al fondo había una mesa con un mantel, con copas de cristal y botellas de vino. Además, había un arco decorado. Pero lo curioso eran un banquillo que estaba allí. Los monos estaban en las ramas de los árboles, como testigos. Los demás animales estaban en los costados, desde Galand, Heos, Sier, la lechuza, los gatos, los cocodrilos, los leones y hasta los lobos habían recorrido la selva para asistir a la ceremonia de bodas. No pasó mucho tiempo cuando ella llegó. Observando desde la distancia, quedó sin aliento al ver a Heris luciendo un impresionante vestido blanco, creando una imagen deslumbrante. El atuendo abrazaba su delgada figura con gracia, realzando su belleza. La parte superior presentaba detalles intrincados, con encajes que añadían un toque de refinación. En las manos de Heris, un ramo de flores de igual color que complementaba su atuendo. El conjunto completo convertía a Heris en una visión majestuosa, que resplandecían con una luz propia,

Heris ondeó una de sus manos en al aire y los animales empezaron cantar, como si ellos fueran la banda música. Cada uno emitía su particular sonido. El caballo relinchaba, los leones rugían, los gatos maullaban, el perro ladraba, el búho ululaba, la lechuza chillaba y los monos gritaban. Entonces, caminó por el camino entablado donde estaba la alfombra. Se acercó a Hercus y se sostuvieron de las manos. Iniciaron los rituales matrimoniales con solemnidad y respeto por las tradiciones. Llenaron los vasos con un vino de la comunión de sus vidas. Entrecruzaron los brazos sosteniendo las copas, un acto que representaba el nuevo vínculo entre ellos. Después de entrelazarlos, tomaron de forma simultánea un sorbo, compartiendo así el mismo néctar que simbolizaba la vida compartida.

Hercus solo se limitaba a admirar la belleza de Heris, embelesado con ella. Si antes era hermosa, ahora que se había arreglado, era como estar ante la presencia de una reina de verdad. No extrañaba porque seguía insistiendo y diciéndole que imaginara que fuera una soberana.

—En tu bolsillo —dijo Heris. Hercus buscó y sacó un pañuelo negro con un copo de hielo bordado de blanco en el centro—. ¿Confías en mí? —Hercus asintió ante la interrogante de Heris—. Colócatelo.

Hercus asintió. Se cubrió la cara con la prenda, ajustándola con destreza. En el instante en que completó la acción, una ráfaga de viento álgida le acarició las mejillas, mientras su cabello ondeaba en respuesta a la fuerte brisa que se había desatado. Quedó envuelto en la oscuridad. Recordó aquella sensación de cuando su majestad había emergido en medio del pueblo de Honor. Luego de un momento, percibió las manos frías de Heris en su nuca, que parecieron quemarle la piel y congelarle la carne. Entonces, la rodeó por la espalda con sus brazos haciendo que sus cuerpos se pegaran. En su amplitud percibió la tela esponjosa del vestido, suave, muy suave, más que la lana d ellos ovejas o que la refinada seda o terciopelo. Era como si tratara de una calidad que no fuera de este mundo. Además de pequeños fragmentos como trozos de hielo. Tensó la mandíbula al notar como si Heris fuera más alta que él. De inmediato, en sus labios, sintió un tacto blando.

EL HIELO DE LA REINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora