4. Los dones

889 118 136
                                    

Hercus tenía su brazo y su torso cubierto de sangre por los arañazos que le había ocasionado aquel salvaje animal. Su carne estaba desgarrada y abierta. Los leones parecieron inquietarse ante la oscuridad que se formó de repente y emitían espantosos gruñidos. Heos continuaba ladrando de manera y mostrando sus colmillos de manera incesante. La brisa gélida aumentó su ímpetu, como si el aire estuviera cantando una melodía sutil e imperceptible a sus oídos. Los mechones de su cabello castaño y abundante se menearon con ligereza. Su cuerpo lastimado y hasta su alma sintió el fresco afable que lo llenaba de gracia y lo revitalizaba. El ardor de sus heridas y su carne desgarrada se sentía mejor al ser acariciadas por el álgido ventarrón. La nieve gloriosa caía de los cielos de una manera tan hermosa y numerosa que, por un instante, se olvidó de los depredadores para contemplar tan divino espectáculo que desde que era niño siempre salía a mirar con un gesto de alegría, aunque aquella sonrisa de felicidad inclemente había perdido su brillo. En su palmar cayó una bola de nieve blanca y pura, y percibió el frío agradable en su piel. Le gustaba el hielo, porque era de su venerada alteza real, a la que solo había escuchado hablar en lo cuentos y poemas de los bardos, que con liras o flautas narraban las historias de lo que había sucedido a su majestad, así como el día en que la tierra tembló, el sol quemó la piel, los volcanes rugieron y las ventiscas se enfurecieron. La tribu Videntia del Este que ese día se mezclaron los espíritus de los elementos con las almas de las bebés en los vientres de sus madres para traer al mundo a las brujas de la profecía, entre ellas, a la reina de hielo.

Algunas hojas de los pinos y los árboles cayeron de las alturas, sucumbiendo ante la vehemencia de la naturaleza despertada. En el reverso de su mano comenzó a parpadear su símbolo negro del copo de hielo. La larga lista se hizo más corta y uno de sus atributos ocultos (***), se manifestó de forma parpadeante y se hizo más grande: Percepción lenta. Esta era la que había utilizado para interceptar la flecha de Zack, cuando evitó que matara al ciervo. Así, el león furioso se arrojó sobre él.

Hercus apretó su puño. Sus ojos azules resplandecieron de nuevo con un brillo invisible. Se movió hacia la derecha. Giró su pie izquierdo, dobló su cadera y ancló su cuerpo al piso, como un barco de guerra, y le propinó un golpe en la cabeza, formando una especie de onda viento circular debido a la técnica y a su fuerza sobrehumana que había desarrollado, producto de su arduo, demoledor y asfixiante entrenamiento desde que era más pequeños. No le prestó atención a cuándo había despertado estos dones, solo sabía que podía utilizarlas. Desde niño se había sentado a observar el veloz vuelo de los colibríes y luego puedo ver el aleteo de sus pequeñas alas de forma clara. El temido felino cayó sobre el suelo, aplastando la hierba verde, sin poder levantarse. Se había contenido para evitar lastimarlo demasiado. El que quedaba, también se arrojó encima de él. Pero a este lo agarró con vehemencia por el cuello, sometiéndolo en el pasto. Entre sus brazos, la imperiosa criatura trataba de soltarse, pero no podía superar la increíble llave que le hacía, mientras lo dominaba con ímpetu. Su símbolo, cambio de don y esta vez se engrandeció: Domador. Y como si se lo hubiera grabado en la piel al león, su marca resplandeció con fulgor en la bestia hasta desaparecer. Aquel señor de la selva pronto dejó de luchar ante el poder abrumador que lo aventajaba. Al soltarlo se volvió más calmado y pasivo, más dócil. Ya todo había acabado y todavía estaba vivo. Era una hazaña para contarle a sus hijos, cuando los tuviera. Sin embargo, estaba equivocado, sus sentidos se alarmaron cuando percibió un escalofrío a su espalda. Al darse vuelta contempló a un águila marrón enorme que se desplazaba con sigilo por al aire y que era más grande los leones.

La enorme ave rapaz con sus alas extendidas alrededor de su cuerpo, se abalanzó con sigilo sobre el león abatido por su golpe, sin poder defenderse. En un parpadeo, incrustó sus afiladas y largas garras encorvadas en la carne del felino. Entonces, se lo llevó volando. Al hacerlo emitió su chillido peculiar, que era agudo y penetrante.

Hercus juraba que por un instante esa ave de presa lo había mirado directo a los ojos, como desafiándolo a que lo detuviera. Inhaló y exhaló para tomar un poco de aire. Ni siquiera había descansado de su pelea contra los leones. Se apresuró a correr detrás del águila. Quiso atacarla con su arco, pero no le tenía.

Heos que iba con él, pareció entenderlo y se dio vuelta para recogerlo en donde había caído en su disputa contra las dos bestias que lo habían arañado y mordido por su cuerpo, y que, ahora intentaba salvar a uno de ellos.

Hercus sabía que solo tenía que herirla en la pata para que lo dejara caer. Era increíble como estaba exaltado por salvar a la criatura que lo había lastimado y hasta hace poco se lo hubiera comido sin piedad. Llevó su mano a su espalda y agarró una flecha. Al saltar un arbusto el tiempo se hizo lento. Sacó la saeta de su carcaj y se la lanzó con violencia, como si propio brazo fuerza un arco natural. Pero el águila con vista privilegiada logró eludir su ataque. En su persecución estaban por llegar al borde de un precipicio en donde había una catarata. A lo lejos se escuchaba el poderoso ruido, generado por el flujo constante del agua que golpeaba el río más abajo. Estaba por perder al ave, que distanciaba cada vez más. Necesitaba aumentar su velocidad. Jamás había corrido sin necesidad de contenerse, como en esta ocasión. Los músculos en sus piernas se tensaron ante la rápida carrera que había alcanzado. Sacó el cuchillo de más longitud de la funda de cuero en el cinto que llevaba puesto. Podía ver la claridad y la esponja blanca de la cascada. Al llegar al enorme acantilado, saltó sin pensarlo dos veces. Giró su cuerpo en el aire hacia la derecha y le arrojó con destreza la daga. Le había apuntado en las patas, por lo que, si el águila no lo soltaba, podría salir herida en una de sus patas. Era claro que no iba a matarla por de esa gran envergadura. Así, de nuevo, pareció cruzar miradas con aquella ave rapaz de enorme tamaño que había aparecido de la nada y que se mostraba demasiado inteligente, como si no fuera un animal de intelecto norma, sino que era más avanzada.

EL HIELO DE LA REINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora