40. La conversación

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Hercus estando con su cabeza postrada, esperaba el veredicto de su majestad. Debería estar nervioso y muerto de miedo, pero en transcurso de los juegos de la gloria había adquirido experiencia y confianza.

—Te diriges a mí sin ser convocado. ¿Sabes que puedes morir? —dijo la fría y tétrica voz de su alteza real con firmeza.

—Lo sé. No es mi intención molestarla —dijo Hercus. Aunque era claro que sí lo estaba haciendo.

—Habla... ¿Qué es lo que quieres? —preguntó la rija de forma imperativa y tajante.

—Solo he venido a preguntar, ¿cómo está, su majestad? —dijo Hercus con seguridad. Pasaron algunos segundos.

—Estoy bien. Puedes retirarte —dijo la reina con tono neutro.

—Me alegra saberlo, mi reina.

Hercus pareció reflexionar sobre lo que había hecho. Por un momento se había cercano a su soberana. Pero esa manera tan cortante con la que le respondía, era claro que se había equivocado. Estaban lejos de ella y su majestad no parecía tratarlo con ningún favor. Se arrepentía de su imprudencia. Ante la mirada curiosa y acusatoria de los demás presentes, caminó hacia el balcón del salón para despejar sus pensamientos y tomar aire fresco. El viento gélido de la noche le acarició la cara y el cabello. Contemplaba una vista panorámica de la ciudad real y sus calles de piedra iluminadas por los postes con lámparas. Se sentía tan gratificante. Suspiró de manera extensa. De repente el clima se hizo más gélido y violento, como si se hubiera agitado. Escuchó a su espalda el sonido de unos tacones que resonaban contra el piso.

—Hace fresco aquí —dijo Hercus, sin volverse hacia la persona que le hablaba.

—Sí —dijo una voz etérea y cortante.

Hercus se alarmó y volvió la vista hacia quien había llegado. Era la reina la que se había acercado.

—Su majestad —dijo Hercus, colocándose de inmediato de rodilla.

—Levántate.

Hercus aclaró su garganta y se puso de pie, sin mirarla a la cara. Su encuentro reciente le había dejado claro que no eran cercanos.

—Me retiro —dijo él, pensando que al dejarla sola estaría más cómoda. Lo había hecho que se alejara de su presencia cuando le había hablado, por lo que era lo más indicado.

—¿Por qué? —preguntó la reina al instante.

—No quiero incomodarla su majestad.

Hercus solo veía la parte inferior del cuerpo de la reina. Más en específico del vestido escarchado.

—¿Me tienes miedo, Hercus? —preguntó la soberana de manera acentuada al llamarlo.

—No —dijo él, mientras negaba con la cabeza—. Al contrario. La admiro.

—Puedes quedarte y puedes dirigirme la palabra. Lo permito.

Hercus notó como la reina Hileane se acomodó en los muros del balcón. Vio dentro del salón. Todos seguían tranquilos con el banquete. ¿Por qué su alteza había salido después de él? Se la quedó viendo de lado. Era alta y emanaba un aire frío. Puso sus manos en el soporte y se congeló de inmediato. Que la monarca más importante y la bruja más poderosa estuviera allí con él, solos en el balcón, era demasiado irreal. Acaso, ¿era una ilusión de su mente por haber sido tratado con hostilidad de parte de ella? Pero su majestad era así, por lo que no había nada de que sorprenderse. Entonces, ¿él esperaba un trato diferente? ¿Por qué? ¿Por qué de alguna manera se sentía cercano su alteza? Era solo una corazonada que no podía explicar.

—¿Usted se acuerda de mía? —preguntó Hercus. Se había acercado al borde, pero manteniéndose un poco alejado de ella. La observa de costado, mientras el velo blanco que no le dejaba apreciar la cara.

—Tengo buena memoria —respondió su majestad de manera sarcástica.

Hercus comprendía la respuesta. Pero no era el punto. Además de que lo había visto en estos días y le había dedicado sus triunfos. Ahora se sentía como un tonto. Aclaró su garganta debido a sus nervios.

—Me disculpo. —Hubo un silencio tenso entre ellos.

—Soy la reina. En público no puedo tratarte con privilegio —dijo su majestad—.

—Entiendo. —Entonces lo había tratado así, para evitar murmuraciones. Apretó los labios y contempló el paisaje con mayor felicidad. Su corazonada no se había equivocado.

—Es un secreto. No le digas a nadie —dijo la reina con acento de complicidad—. En el ramo de flores, leí la nota. Tu obsequio estaba en el interior.

Hercus había colocado una nota entre las flores blancas y moradas que le había dado el comienzo de los juegos.

—Me alegra saberlo, mi gran señora —dijo Hercus. Recordó aquel día. Se puso nervioso por lo que había escrito. Podía ser tomado como algo romántico. Aunque su intención era la de servirle como un guardián. Conocía su lugar con respecto a su reina. Jamás podría estar ella.

—Me das tu lealtad, tu honor, tus triunfos y tu corazón. ¿Sabes lo que significa eso?

—Deseo servirle como su guardián, mi gran señora —confesó Hercus, apenado.

—Espero que ganes y cumplas tu deseo.

—¿Por qué me permite tales privilegios con usted y me desea el éxito? No soy un noble o un príncipe.

—Es porque... Tú eres mío, Hercus.

Hercus al oír esas palabras se tambaleó en su posición y se le olvidó respirar. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Tragó saliva al instante. Esa declaración le había hecho latir el corazón a un ritmo como si fuera una melodía de guerra. La miraba, como hipnotizado. Al tenerla así de cerca, no podía dejar de contemplarla. Debía inclinar su cuello hacia arriba, debido a su altura y la corona plateada le daba una mayor sensación de grandeza. De niño la había visto solo las manos, cuando había llegado en su carruaje real. Luego de eso, solo a lo ocurrido en el pueblo de Honor, con el noble que le había apreciado los pliegues de la ropa, hasta los juegos de la gloria que podía estimar su silueta esbelta y virtuosa, a través de los elegantes y hermosos vestidos que siempre utilizaba. Pero no le conocía el rostro, ya que había sido protegida y lo había mantenido oculto por el velo. Ni siquiera la brisa al moverlo dejada cavidad para divisarle la cara. 

EL HIELO DE LA REINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora