26. Nueva petición

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Hercus reflexionó sobre lo sucedido. Era cierto. En aquel entonces habían dicho el nombre de su alteza real muchas veces. Tensó la mandíbula y ladeó la cabeza. Sin embargo, su majestad no había decretado que él que lo hiciera moriría. Además, Heris acababa de decirlo.

—Entonces, ¿la acabas de llamar? —preguntó él, con su expresión seria.

—Me disculpo. Creo que... Ya la he invocado —dijo Heris. Apretó los labios y su semblante se tornó más relajado—. Ahora, la reina está escuchando todo lo que dices. ¿De qué quisieras hablar con ella?

Hercus miró a los alrededores, con precaución. Esperaba la monarca apareciera de la nada en medio de una fuerte tormenta. Mas, solo soplaba una brisa gélida. Las hojas de los árboles se movían. La lechuza y los dos gatos jugaban con Heos y Sier, como si no hubiera nada de que preocuparse. Galand comía de la hierba con calma. Quedó perplejo y paralizado. ¿Por qué Heris se mostraba tan tranquila? Su majestad había dicho que cualquier que la nombrara sería penalizado. Lo miraba como si supiera que él la había estado nombrado sin ser penalizado. Pasaron los minutos y su alteza real no apareció.

—¿Por qué no ha venido a castigarnos? —preguntó Hercus. Ocultaba su mano derecha detrás de su espalda.

—Soy una sabia del bosque y una herbolaria —dijo Heris. Puso el libro sobre la mesa y se acercó a Hercus. Sacó un pañuelo blanco del bolsillo de su sobretúnica y lo puso al frente de sus rostros—. Trataré de actuar y predecir lo que diría su majestad. Imagina que yo soy la reina. Entonces, cambiaré mi pregunta. ¿De qué quisieras hablar conmigo?

—¿No es una falta de respeto contra su majestad hacer esto? —preguntó Hercus sin mucho ánimo.

—Yo soy la reina... Y les doy mi aprobación. ¿Cómo podría insultarme yo misma? —dijo Heris con seriedad y hablando con un tono de voz diferente.

Hercus veía la tela del pañuelo blanco. En realidad, Heris muy buena para hacerlo. Sintió un escalofrío en todo su cuerpo. Se sentía como si fuera una persona diferente.

—¿Por qué no me castiga, mi gran señora? He clamado a su nombre varias veces.

—Hercus de Glories. Yo, tu reina, te doy mi permiso que llames a mi nombre cuando y donde quieras sin ser enjuiciado

—¿Por qué su majestad me da tal privilegio?

—Es por el tiempo que hemos pasado juntos. —Heris guardó silencio después de eso y suspiró—. Me siento bien al estar contigo. Has sido mi alumno y mi compañero en mi soledad.

—Lo que sucedió con el noble...

—Sí. Yo lo vi todo. Fui con mi guardia, solo para salvarte a ti —contestó Heris, cortando su intervención.

—¿Por qué yo?

Hercus tensó la mandíbula. El ambiente se había vuelto serio y pesado. Hasta sus mascotas se habían concentrado en ellos, observándolos con sus visiones desarrolladas. Puso la mano sobre el pañuelo e hizo que Heris lo bajara. La volvió a mirar a los ojos turquesas. Se contemplaban con intensidad y vehemencia.

—Eres mi protegido. Me has declarado tu lealtad y quieres servirme como guardián.

—Gracias —dijo Hercus. Reveló su mano derecha y la extendió hacia ella. Tenía una rosa roja que había recogido, para concretar su disculpa. Le agradezco por haberme salvado, mi reina. —Hizo una reverencia.

—Te agradezco por la flor —contestó Heris.

Hercus permaneció viéndose con Heris por varios minutos, hasta que entraron a la choza. Había varios objetos nuevos, como una cama y algunos más. Se quitó la camisa, las botas y se alzó pantalón de la pierna donde había sido mordido por el cocodrilo. Heris empezó a tratarlo con ungüento y revisar sus heridas, pero estas ya estaban cicatrizadas. Al verla al rostro, todo era extraño y diferente. Luego de ese teatro, todo se sentía distinto. Los mechones del cabello castaño le caían alrededor de la cara. Miró a un lado de ella. Había algo que le causaba interés.

—Desde que he venido a recibir tus clases, no has vuelto a prender la chimenea.

—No me gusta el fuego ni las llamas. Aquella vez lo encendí para ti.

—¿No te causa malestar el clima álgido?

—No. Después de vivir por muchos años aquí, ya me he acostumbrado al frío. Se puede decir, que ya hace parte de mí.

—Comprendo. ¿Y dónde habías estado?

—Me fui de viaje. Como puedes ver, compré algunas cosas. En realidad, muchas.

—Entiendo. Es por eso que me pediste que no viniera.

Heris asintió.

—Vas a participar en los juegos, ¿cierto? —preguntó ella.

—Sí. Me he estado preparando.

—Si ganas. ¿Cuál será tu deseo?

—Le pediré a su majestad que me acepte como su guardián.

—Eso pensé. ¿Sabes bailar?

—No.

—¿Sabes modales?

Hercus aclaró su garganta y frunció el ceño- Se había concentrado en el entrenamiento de batalla, mas no en la etiqueta.

—No.

—Para saldar tu deuda conmigo te pedí que compararas algo por mí. Pero ya no necesito eso —comentó Heris. Había terminado de tratar las lesiones de Hercus—. Ahora, hay otra cosa que quiero pedirte. Tengo una nueva petición para ti.

—¿Qué es?

—Gana el juego de la gloria y cumple tu deseo. Entonces, ya no me deberás nada. Te enseñaré modales, a bailar y... —Heris buscó varios libros que había estado guardando—. Te enseñaré a como ser un guardián. Todo está aquí, en los libros. Practicaremos desde hoy y puedes leer, mientras descansas.

—¿Por qué me ayudas tanto?

Hercus desde que había conocido a Heris, solo lo trataba bien. Lo había salvado de la muerte, lo había curado y atendido sus heridas por los días siguientes. Se convirtió en su aprendiz, y le enseñó a leer, escribir, a contar y hacer mejor los negocios. No le había pedido nada a cambio. Mas, aquella solicitud solo había sido un pretexto que, ahora, cambiaba de nuevo para convertirse en algo que era de su propio beneficio, más que él de ella.

—Deseo lo mejor para ti. Además, como sugeriste, yo escribiré tus hazañas en estos pergaminos. Tú y la reina serán el personaje principal de mi historia. Entonces, todo el mundo conocerá las proezas del campesino que logró convertirse en un guardián de su majestad —dijo Heris, manteniéndose imparcial. Pero Hercus había aprendido a notar los cambios sutiles en su estado de ánimo—. Seré la escribana del poema épico más legendario, y para eso estás tú. La reina y el plebeyo, la bruja y el héroe.

Hercus moldeó una sonrisa de gracia ante las palabras de Heris. En realidad, era como si lo mandara a los juegos, para que ella pudiera escribir. Eso lo hacía sentir más tranquilo y en paz, por serle de ayuda.

—Entonces, presta atención y no te pierdas lo que está por pasar —dijo Hercus con seguridad. Ahora estaba más emocionado por la competencia. Además de honor y gloria, se había convertido en algo personal y un regalo que le dedicaría a Heris para su libro.

EL HIELO DE LA REINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora