37. La asistencia

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Era de noche. A diferencia del pueblo de Honor, en la ciudad real había faroles como poste en la calle que daban claridad en el camino de piedra, como otras antorchas en las fondas y bares que, debido al evento continental, rebosaban de clientes y estaban demasiado animados. Las personas bebían y comían por gusto. Hacían apuesta de quienes iban a ganar al día siguiente. Las monedas de diferente de tipo sonaban al ser depositadas en cofres.

Hercus fue al baño público de la ciudad real con una prenda para secarse. El lugar era un lago en una zona rodeada por piedra. Había un camino escalera para subir y bajar. Este era para hombres y había pocas personas. El aire era denso por el vapor. Se sumergió, mientras su cuerpo desnudo se limpiaba del sudor y la suciedad de las actividades de los juegos. En su torso habían quedado las marcas de las garras de aquel león al que se habían enfrentado. En su brazo izquierdo la mordedura y en su pierna la de las mandíbulas del cocodrilo. Además, se agregan todas las otras que se había hecho a lo largo de la vida al formarse como un guerrero. Tenía ligeros morados de los golpes de las lanzas sin puntas que, pese a la armadura, lo había logrado manchar. Se refrescó y el ambiente del sitio lo incitaba al sueño. Hace ya varios días que no sabía nada de Heris. Debido a la intensidad de las competencias, todo se sentía más largo, como si hubiera sido hace mucho tiempo que se habían casado y despedido. Antes no había podido ir y venir, pues no quería cansar a Galand, para las justas y la carrera de cabello. Pero ya que habían pasado las pruebas en las que lo necesitaba, podía hacer uso de su amigo sin exponerlo a una prueba mayor después. O, ¿debía esperar a que las competencias acabaran? Ella le había dicho que era posible que lo viniera a ver. Suspiró con cansancio. Esperaría un poco antes de tomar alguna decisión. Luego entraron Herick, el gigante Axes, el gran Hams, Kenif, Zack y los hermanos, que se divirtieron en la piscina.

Más tarde, todos se dirigieron al banquete con sus nuevas ropas y perfumes que habían comprado en las tiendas. Hercus vestía el atuendo azul que Heris le había preparado. Aunque fuera el color estandarte de los nobles, no estaba prohibido usarlo, solo el morado y el dorado eran exclusivos para la realeza y nadie más podía llevarlos.

El salón de celebración era un espectáculo para los sentidos, una muestra deslumbrante de opulencia y elegancia. Grandes columnas de mármol se alzaban, sosteniendo el techo adornado con intrincados diseños tallados. La luz de candelabros de oro iluminaba el espacio, haciendo brillar las paredes decoradas con tapices y pinturas. En el centro había largas mesas que estaban repletas de manjares exquisitos: carnes asadas, pescados frescos, frutas exóticas y una variedad de platos elaborados con las más finas especias e ingredientes. Copas de vino y jarras de cerveza fluían sin cesar, atendidas por sirvientes de Glories, ya que eran los anfitriones del evento. Estaban vestidos con distinción y se movían con destreza entre los invitados.

Hercus y su grupo se encontraban en un rincón apartado del salón, siendo acompañados por el príncipe Lars Wind del reino de Aerionis del oeste, que se había vuelto su único nuevo compañero. Aunque eran plebeyos, su presencia no pasaba desapercibida entre la multitud, pues su actuación en los juegos de la gloria los había convertido en figuras destacadas de la competencia. Por supuesto, todos los miraban con desdén y desprecio, pues eran rastreros plebeyos de marca negra, en su mayoría mal olientes campesinos. A pesar de estar rodeados de lujo y pompa, mantenían su sencillez y humildad, disfrutando del festín con gratitud.

Hercus se sentía observado por la princesa Lisene Wind y su grupo de mujeres de guardias reales, que lo observan de manera siniestra, con expresiones serias y como con ganas de asesinarlo. En la carrera había intentado golpearla, la había agarrado por el brazo y hasta aquella bruja de ojos y cabello blanco había caído encima de él. Y, por error, hasta le había tocado el pecho. Quizás por eso deseaban matarlo y hasta lo estuvieran maldiciendo.

EL HIELO DE LA REINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora