61. La tragedia

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Los ojos de Hercus se posaron a las afueras del palacio de cristal, privilegiada y distinguida residencia de la reina Hileane Hail y de su hija, la princesa Hilianis Hail. Pero lo que vio le dejó sin aliento. Descendió de su caballo con pesar. Su respiración se tornó agitada mientras su mirada recorría la escena. Una sensación de desamparo se apoderó de él. Sus manos temblaban de manera incontrolable, mientras observaba impotente la imagen que se mostraba ante él. Una mezcla de ira, tristeza y determinación se agitaba en su interior, haciendo que su consciencia se tornó distante de la realidad. Avanzó algunos pasos, hasta llegar hasta donde estaban los caídos. Sus piernas le pesaban y pronto no lo pudieron sostener. Se postró sobre el suelo. El dolor llenaba a su corazón y la tristeza abrazaba a su alma, en tanto sus rodillas se manchaban en la cálida sangre que estaba esparcida sobre el piso. Las lágrimas brotaron de él, como las apresuradas aguas de los ríos cuando caían en las fieras cascadas. ¿Cómo era que había pasado esto? Si los últimos días habían sido los mejores para él, había celebrado su triunfo de los juegos de la gloria y había sido exaltado por su monarca. Además, tiempo atrás se había enamorado y conocido el amor. Entonces, ¿por qué había sucedido esta tragedia? ¿Cuál era la razón de que haya ocurrido este evento tan impensable? Creyó que, después de haberse convertido en el gran campeón y obtenido la victoria junto a su hermano, todo sería mejor, después de haber conocido, hablado y bailado con su majestad. Pero, quizás ahora, no podría volver a verla de la misma manera. Si esperaba que las cosas cambiarían para bien, se había equivocado. En ese instante una voz en su mente le susurraba que debía hacer pagar al culpable. Mas, todavía no asimilaba lo que estaba pasando y la conmoción no era tan fuerte, como arrojarse en contra de su soberana. Manchó su mano en el charco rojizo y el líquido pareció quemarle la piel de los dedos. Respiraba de forma intermitente y pesada.

¿Quién había sido? No, no era posible que fuera ella. No quería creerlo. Sus ojos cristalizados enfocaron a su majestad, la reina Hileane con su brazo extendido hacia donde yacían los cuerpos decapitados de sus padres, la señora Rue y el señor Ron, como si fueran dos repugnantes criminales. Desde pequeños lo habían criado junto a su hermano, como si fueron sus propios hijos. Empezó a llorar, en silencio. Su pantalón y sus manos se mancharon con la sangre de ellos. Se puso de pie y caminó hacia su majestad. Era la mujer que más admiraba y a la que deseaba servir con honor y lealtad. Estaba tan ido y anonadado, que no sabía ni qué hacer. Las palabras no salían de su boca. Intentó tocarla en la cara, como pidiéndole una explicación. Esos ojos plateados y esa cara tan seria, no mostraban ninguna emoción. Antes de rozarla, la guardia real se abalanzó sobre él y lo tiraron al piso, sometiéndolo. Pero él no se resistió ni un poco, ni tampoco intentó soltarse. Una parte de él estaba atontada por lo sucedido.

—Llévenlo a la mazmorra —dijo la reina Hileane con tono imperativo y se marchó del sitio, sin dar ninguna explicación. Pero ella era la soberana. Por supuesto que no necesitaba rendir cuentas y menos a un campesino de marca negra.

Hercus fue conducido hacia la prisión y arrojado por los guardias en la mazmorra, luego de la tragedia y al intentar tocar a su majestad Hileane. Se quedó tirado en suelo, ido y absorto en su dolor. Varios días pasaron y no comía, ni bebía nada. Fue entonces cuando decidió ir a la sala del trono de su majestad para enfrentarla. Con astucia, logró burlar a los guardias y hacerse con las llaves de la prisión. Se despojó de su ropa y se cubrió con la armadura del escolta, ocultando su identidad bajo la apariencia de un soldado real. Agarró la lanza, la espada y las dagas. Avanzó con cautela por los pasillos del palacio, evitando ser detectado por cualquier patrulla que pudiera cruzarse en su camino. Vagó solo con su mera intuición, sin conocer nada del lugar. Estaba perdido y no sabía en dónde quedaba la sala de la reina. En su camino se encontró con la princesa Hilianis y su grupo de sirvientas. La siguió con paciencia.

La princesa les dijo algo y sus mucamas y se replegaron en el palacio de cristal, dejándola salo. Hercus puso detrás de ella con la intención de amenazarla. Pero eso no fue necesario.

—Hercus, ¿buscas a mi madr? —preguntó la princesa Hilianis de forma retorica. Se mantenía de espaldas a él—. Sígueme. Yo te guiaré.

Hercus se mantuvo sereno ante el comentario de la joven alteza. No tenía intenciones de lastimarla a ella. Pero dudó por un instante la veracidad de esas palabras. Tal vez solo era una trampa. Sin embargo, decidió hacerlo. Caminaron por varios minutos, pero la princesa cumplió su palabra. Se detuvo y extendió su brazo, para señalarle la puerta. Pasó de largo a ella, sin causarla ningún mal. Estaba en uno de los balcones internos del salón. Observó a su majestad Hileane en su trono, rodeada por los leones. Su corazón latió con fuerza mientras se preparaba para enfrentarla y exigir respuestas por la injusticia que había sufrido. Respiró profundo y saltó hacia el piso, mientras su ruido alertó a todos allí. El lugar estaba lleno de brisas álgidas y las paredes estaban cubiertas de nieve, así como las columnas que sostenía la arquitectura estaban bañadas por hielo. Fue notado por los dos felinos que le rugieron de forma intimidante y amagaban con atacarlo, pero no lo hacían. Mas, no iba a retroceder por ellos. Se puso al frente de la reina, aguardando una distancia considerable entre ellos. Se quitó el casco y lo dejó caer en el suelo, mientras se escuchaba es ruido sordo del acero y el piso de cristal azulado. Sus ojos se encontraron con insistencia.

—Nadie entra aquí sin mi permiso —dijo la reina Hileane, exhortándolo por su acto.

—He venido a preguntarle por lo sucedido —dijo Hercus de manera tranquila.

Aún tenía respeto y admiración ella. Era su majestad y lo había salvado en varias ocasiones. Era por eso que no le podía hablar con desdén y tampoco quería enfrentarse a ella. Solo la idea de revelarse en contra de su idolatrada monarca, le hacían encoger y doler el corazón.

—Yo no doy explicaciones —contestó la soberana con altivez.

Hercus agachó la cabeza y sintió una presión el pecho. Eso era cierto y no podía hacer nada contra ella.

—Lo sé. Usted es la reina de Glories, nuestra gran señora. Sin embargo... —Guardó silencio y miró hacia un lado—. Aún así, uste ha matado a mis padres. Creo que, si lo decretó, y si así le ha parecido, es porque es lo correcto. Si mis padres hicieron algo para ser condenados, yo mismo los hubiera ejecutado. Mi reverencia por su majestad, es más grande que la de cualquier otro. —Sus ojos azules se cristalizaron y sus oscuras pupilas se dilataron al verla—. Es a mi reina a quien yo más venero y admiro en esta vida. No hay nadie más a quien quiera servir y proteger, que a su alteza real. —Hercus apretó su mandíbula. Acto seguido se puso de rodillas, dejando de lado su orgullo y su rabia—. Solo quisiera saber la razón por lo que decretado su muerte y el exilio de mi hermano. Nada más eso.

Por las mejillas de Hercus caían lágrimas.

—¿Qué fue lo que ellos hicieron para ser merecedores de su castigo y de su furia? —preguntó Hercus, sintiéndose como si se ahogara—. Yo soy testigo de su bondad y de sus obras. Mi reina es la verdad, la ley y la justicia. Es por eso que sé, que solo para que hubiera hecho esto, mis padres y mi hermano tuvieron que hacer algo muy malo. Si es así, me disculpo en su nombre. Pero debo saber cómo la han ofendido, su majestad.

—Yo soy la dueña de la vida y la muerte de cada persona este reino. Si yo ordeno que alguien debe morir, entonces, así será —respondió la reina Hilean con arrogancia—. Tu hermano fue invitado con honores por mi hija y recibido como huésped en mi castillo, en mi casa. ¿Y cómo devolvió nuestro favor? Herick intentó robar objetos y tesoros de la realeza en complicidad con sus padres.

Hercus percibió un frío y un vació en su torso. Se rasgó el pecho y negó con la cabeza. Se limpió su llanto con su antebrazo derecho.

—Eso es imposible. Mi hermano no es un ladrón. Nunca robaría y menos mis padres.

—¿Estás contradiciéndome? ¿A mí, a tu soberana? Yo soy la corte, yo soy la verdad y mi juicio siempre es correcto. ¿No recuerdas lo sucedido en Honor? —Hercus dejó de respirar y se quedó inmóvil. No podía creer que su hermano hubiera robad. Eso era algo que se negaba a creer, a pesar de rendir la mayor reverencia a su gran señora—. ¿Cuál ha sido el castigo para ellos? La ejecución inmediata de los cómplices que fueron atrapados y el destierro de Herick, que pudo escaparse. De campeón a un vil ladrón. Así es como serán recordados tus familiares... Y tú, como aquel se atreve a ofenderme a mí. Toda su honra y victoria de mis juegos, serán borrados... Hercus de Glories.

EL HIELO DE LA REINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora