46. La intriga

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Los dos regresaron para observar las peleas de la tarde. Si Hercus ganaba su siguiente encuentro, avanzaría a la semifinal del torneo. Agarró a Heris y la guio entre la multitud que estaba reunida para poder apreciar los combates con mayor claridad. Era el turno de su amigo Axes y de la bruja de agua, Earendil Water. Pero solo estaba el gigante que inició a mover su hacha cuando informaron de que hicieran sus presentaciones.

Earendil Water emergió del piso de cristal a través de un charco pulcro y limpio. Su cuerpo era translúcido, como una estatua líquida. Se fue volviendo humana al paso de los segundos. Extendió su brazo derecho, en el que se formó una lanza transparente, que era un cúmulo de agua, la cual se transformó en una lanza plateada de dos puntas. Le dedicó una fugaz mirada desde la distancia. Así, ante la vista de todos, estaban los dos grandes y musculosos guerreros. La hechicera del este y el maestro de hachas.

Earendil tenía una especie de tiara con piedra verde, azul, en su frente. Su cabello azulado, era un afluente vivido que estaba pegado a su cabeza. En las tierras de donde había nacido era conocida por ser la más fuerte. A pesar de ser portadora de magia, también había fortalecido su cuerpo. Ningún hombre ordinario, o, incluso, los más sobresalientes y corpulentos podían igualarla. Era por eso que había sido sorprendida por aquel guerreo de Glories que, pese a que era más bajo y esbelto que otros competidores, nadie podía hacerle frente en el combate, ni en vigor. No entendía cómo era que aquel pueblerino llamado Hercus era tan fuerte, si su contextura física, a pasar de ser marcada y musculada, no tenía una silueta corpulenta como su contrincante de ahora, Axes. Debía poner a prueba la fortaleza de otros adversarios y saber si Hercus era un caso excepcional, o, en Glories los hombres eran así de singulares. Al recibir la señal de inicio, avanzó por la tarima de cristal. Movió su lanza que chocó contra el hacha de Axes. A pesar del poderío físico de ambos, fue el gigante Axes quien fue repelido por una resistencia mayor.

Earendil inclinó su cabeza hacia arriba. Con ese solo choque había bastado para darse cuenta de lo que estaba pasando. Apretó la mandíbula y sus ojos azules y brillantes, llenos de magia, comprendió que no era el aspecto gallardo de los hombres, porque ni ese gigante podía igualar su fuerza. Ellas eran brujas, seres que habían nacido con dotes de criaturas de otro mundo. Sin importar de que fueran y delgadas, sus atributos eran superiores a los de cualquiera en la tierra. Entonces, ¿cómo era que Hercus tenía tanto brío, que podía hasta someter a una hechicera? No entendía bien. ¿Quién era él? En ninguna de las tribus del este, ni en las costas, existía alguien así. Al cabo de varios segundos, sin piedad, ni contenerse, había sometido al gigante de Axes, que era un maestro del hacha. Había una diferencia entre ella y hasta el guerrero más grande. Una bruja era suficiente para hacer frente a un ejército entero y ganar. Así como lo había hecho su majestad Hileane, que había luchado contra una facción del rey Magnánimus Grandeur, y al verse aventajados por un poder sobrenatural e imbatible, fue desterrado de su propio reino. En resumen, la gran señora Hileane Hail había conquistado una nación entera, ella sola. Sin embargo, Hercus tenía el vigor para vencer a sus contrincantes con un solo golpe, tenía resistencia y una fortaleza sobrehumana. Apareció debajo de un charco de agua limpia en la parte donde estaba el plebeyo, mientras que Axes caía contra el psio de cristal al ser derrotado por un ente supremo. Extendió su lanza, apuntando hacia Hercus y desapreció, luego de haberlo señalado. Era un claro desafío.

Hercus se había concentrado tanto en la pelea y el reto de Earendil, que había descuidado a Heris, que para su sorpresa no estaba con él. ¿Desde hace cuánto había desaparecido? No tenía la certeza desde cuando había estado ausente y se había marchado de su lado. ¿Hacia dónde había ido? Porque en la siguiente ronda fue el turno de su compañero Hams, maestro del martillo de guerra en contra de la princesa albina, Lisene Wind, de cabello de humo, piel y ojos blancos, como mármol inmaculado. Pese a tener las características de una anciana, lucía joven y radiante. A su alrededor hacía fresco. No tocaba el suelo, sino que flotaba como la hechicera que era. Apareció en un lado de la pista de cristal, rodeada por un humo blanquecino. En su mano apareció un bello arco, tallado de una forma artística distintiva. Llevaba un carcaj a su espalda y ostentaba un airado vestido marrón. Era hermosa y hechizaba a todos con su belleza.

Hercus intentó buscar a Heris, pero desistió de la idea. Quizás había tenido que hacer algo importante. Siseó con la boca y manifestó una expresión seria. Observó la conmoción que había en la parte donde estaban los tronos de hielo de la gran señora y la princesa.

—Honorables ciudadanos, nobles y realeza de toda Grandlia, con ustedes, la gobernante absoluta de esta nación: el poder, la sabiduría, inteligencia y la belleza hecha mujer, su gran alteza real: su majestad Hileane Hail. ¡Larga vida a la reina! —dijo el pregonero con gran volumen. En las ocasiones anteriores la monarca ya estaba presente, por lo que de cierta manera se había omitido su presentación.

—¡Larga vida a la reina! —dijeron todos los presentes y Hercus a viva voz.

Hercus miró con fijeza en dirección en donde estaba el trono de su majestad. A pesar de que la gran señora estuviera oculta por un velo, luego de terminar su reverencia, se puso en pie. Podía percibir esa mirada fría que lo veía de vuelta. En el tiempo en el que estuvo con Heris, su majestad no había estado presente. Y ahora que Heris había desaparecido, la soberana aparecía en medio de una ventisca escarchada. Tensó la mandíbula y se quedó inmóvil en su posición, mientras su imaginación daba rienda suelta a muchas escenas de la identidad de su esposa.

—Hercus —dijo esa voz fría y neutra de la mujer que lo había salvado en el bosque.

Hercus miró a Heris que estaba allí, frente a él. Mientras que su majestad Hileane estaba allá a lo lejos, sentada en su trono, rodeada por su guardia real, los leones y sus aves de presa blancas. La pequeña casualidad que había estado contemplando se había derrumbado en un instante. Respiró con alivio al percatarse de que no se trataban de la misma persona. Luego, la monarca de hielo hizo un gesto con su brazo, para dar inicio al combate. La intriga de Heris y su soberana había sido resuelta en pocos segundos. Verlas a las dos al mismo tiempo eliminaba cualquier otra idea posible.

EL HIELO DE LA REINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora