50. La médica

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—Ahora mismo prepararé algo para que se lo tome —dijo la señora Rue—. Encárgate de atenderlo.

—Gracias, Rue —dijo Ligia, con voz quebrada. En el peor momento que estaba viviendo, se sentía más resguardada por sus amigos.

Así, pasaron los días y el señor Herodias se mantenía en cama, lamentados y gruñendo, hasta retorciéndose de dolor, sin poder levantarse. Hercus se había mantenido viendo todo lo que hacían su madre, la señora Rue y el señor Ron para tratar de ayudarlo. Algunos ancianos curanderos habían venido a revisarlo y le había dado medicina, pero ninguna preparación lograba hacer que mejorara. Hercus había tratado de ser de utilidad, pero solo había sido apartado, para que ellos pudieran hacer los cuidados necesarios. Era un niño y no sabía nada de lo que estaba pasando, ni como curar a su amado padre. Además, ese día era la fecha para la boda real.

—Las bebidas que le hemos dado no han funcionado, si solo pudiéramos pagar a un médico —comentó Rue, al ver que nada de los que ellos hacían funcionada. Ya la situación ameritaba a la intervención de especialistas y personas estudiadas en el arte de la medicina.

—¿Están en la ciudad real, cierto? ¿Los médicos? —preguntó el niño Hercus, sin ni siquiera saber quiénes eran o qué hacían. Lo que había entendido era que ellos podían salvar a su padre. Eso era lo único que necesitaba entender.

—Sí. Pero nosotros no tenemos para pagarle a un médico —comentó Ligia, entre sollozos.

Hercus apretó sus pequeños puños y sus ojos se cristalizaron. No era capaz de hacer nada o de ayudar en algo. Había un vacío en su pecho y un frío que abarcaba su diminuta contextura.

—¡Yo iré a buscar uno! —exclamó Hercus y salió corriendo a toda prisa de su casa.

—Hercus, no. Es tarde... —le dijo su madre, pero él ya no escuchó.

Hercus avanzaba por el camino de tierra, solo con la idea de encontrar a un médico para que ayudara a su padre que no se curaba de su enfermedad. El sol del atardecer estaba por ocultarse, para dar paso a la noche. A pesar que andaba a toda prisa, era demorado debido a su altura. Estuvo haciéndolo por mucho tiempo. En ese entonces, el gran muro de hielo de la reina Hileane no había sido levantada. Pero sí había una muralla de piedra de menor tamaño, pero inmensa para el pequeño Hercus. A las afueras, ya se habían instalados los comerciantes extranjeros y en la plaza había antorchas para iluminar el espacio. Había pocas personas a esa hora y los establecimientos que estaban abiertos eran las fondas, tabernas y algunos otros sitios nocturnos. Preguntaba dónde podía encontrar a un médico, pero todos allí lo ignoraban, ya que solo era un niño desconocido. Se dirigió a la entrada de la ciudad real y rogó a los guardias que lo dejaran entrar. Pero solo fue detenido y le advirtieron que no podían ingresar, así que se quedó sin poder acceder a la ciudad real. Aquellos soldados eran más serios y ni siquiera parecían estar prestándole atención. Aquel lugar que estaba allá adentro, estaba prohibido para un plebeyo como él. Cayó en el suelo, llorando de manera vivida y diciendo: Un médico. Al pasar los minutos, una anciana se le acercó y le señaló hacia un hombre con un atuendo blanco, que era rodeado por otros con la misma vestimenta y que era protegido por un grupo de guardias.

—Él es un médico, niño —dijo la amable señora.

—¡Señor! —gritó Hercus y corrió hacia el señor. Se tiró de rodillas, mientras agarraba la impecable túnica del médico, como queriendo desgarrarla—.

—¿Qué quieres, niño? Me estás ensuciando —dijo el médico. Hizo una seña con su cabeza a los escoltas, para que se lo quitaran de encima. Ese campesino solo iba a manchar su impecable ropa. Había estado atendiendo a un mercader que había pedido sus servicios e iba de regreso a la ciudad real—. Ahora no estoy dando comida ni limosna. Debes ganarte la vida por tu propia mano.

—Por favor, ayude a mi padre —dijo Hercus, que se había soltado de los guardias, para volver a sujetarse del traje del médico. Suplicaba de manera reiterada, mientras no dejaba sollozar—. Por favor

—Soy un médico de renombre, y viéndote... —El noble lo examinó de manera despectiva al ver las prendas toscas y sucias que tenía puestas—. No creo que lo tengas para ofrecer, sea lo necesario para mí. Yo no hago caridad. O, ¿acaso sí lo tienes?

—No, no tengo tanto dinero, señor. Trabajaré para usted y lo ayudaré en todo lo que necesite. Por favor, ayúdelo. —Hercus seguía suplicando con desespero y alterado—. Por favor. La daré todo lo que tengo.

—Tu llanto y tu súplica no significan nada para mí. No necesito ayuda de un plebeyo y un niño como tú no ha de tener nada. Vete.

El médico jaló su túnica de las manos del niño y los guardias lo volvieron a jalar y lo dejaron solo en medio de la plaza.

Hercus estaba boca arriba, mientras no dejaba derramar su tristeza por sus ojos. No entendía la mayoría de las cosas y tampoco tenía dinero para salvar a su padre. Se puso de pie, se limpió el llanto y emprendió la carrera de vuelta a su casa. El médico avistó a un grupo de nobles que habían salido de la ciudad real.

—¿Está ocupado? —comentó un joven que portaba una elegante armadura.

—¡Sir Warner! —dijo el médico con esmero, saludando al que había llegado. Su rostro iluminó por atender a un noble guerrero. Ese hombre tenía el cabello negro, desordenado y una expresión temible—. Es un placer tenerlo por acá. Siempre estaré libre para usted, el mejor de su generación. Estoy seguro que algún día se convertirá en el capitán de los caballeros, y hasta en un Lord, protector del reino.

—Gracias. Pero, ¿quién era ese niño? —preguntó Sir Warner, que había visto la escena desde la distancia. Sin embargo, debido a la oscuridad, era difícil apreciar los rostros de los demás. A menos que estuvieran cerca.

—¡Oh! No es nadie. Solo quería un poco de limosna. Los mendigos van en aumento a las afueras de la muralla —dijo el médico, mintiendo y omitiendo los detalles relevantes de lo sucedido—. Dígame, ¿qué necesita?

—Uno de nuestro compañero está enfermo, quisiéramos que usted lo revisara —dijo Sir Warner.

—Por supuesto. Vayamos.

Sir Warner quedó observando como el niño se alejaba en medio la plaza, hasta que su sombra bailaba en la oscuridad, hasta que ya no pudo verlo más. Suspiró con ligereza. Pobre chico, tan pequeño para ser un marginado. Se dio media vuelta e ingresó a la ciudad real. Debía prepararse para la ceremonia de bodas del príncipe Magnánimus Grandeur y la princesa Hiliane del reino de Vítores del sur.

Hercus regresaba por las callas de la plaza. Su vista era borrosa y a veces cerraba los ojos. Así fue como parecí chocar contra dos duros postes que antes no estaban allí. Estaba medio mareado y cansado por haber corrido tanto. ¿Quién era él?

—¿Estás bien? —dijo una voz femenina y tétrica, y su acento era raro, extraño, pero a la vez sonaba refinado. No lo había escuchado antes. Era ella, no un hombre.

Hercus negó con la cabeza y observó como aquella extraña extendió el brazo hacia él. Sus ojos llorosos le nublaban un poco la vista. Pero distinguió que estaba vestida toda de blanco, con una capucha que no le dejaba ver el rostro. Además de que esa túnica larga con capucha le ocultaba el rostro. Las manos las tenía cubiertas por guantes. Sollozaba en silencio y trataba de controlarse. No sabía quién era. Pero después de algunos segundos correspondió el gesto y la sostuvo, mientras ella la ayudaba a levantarse. A pesar de las prendas que llevaba puesta, el tacto era suave, frío y agradable. Era más alta que él de manera considerable, que apenas era un niño. La figura era delgada y trataba de verle la cara, pero solo distinguía sombras, sin dejarle apreciar el rostro.

—¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó aquella mujer extraña, que ocultaba su identidad en su atuendo oscuro. Ese acento era raro. Nunca lo había escuchado en Honor o en los comerciantes extranjeros de otros reinos.

—Mi padre está enfermo. Busco a un médico —dijo Hercus con tono dolido y quebrado.

—Yo soy un médico —dijo la mujer de manera neutra.

—¿En serio? ¿Puede hacerlo? —preguntó Hercus, limpiándose las lágrimas, mientras se aferraba con esperanza al vestido blanco de la persona que había aparecido en medio de su dolor.

—Sí... Solo necesitas cerrar los ojos hasta que yo te diga.

EL HIELO DE LA REINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora