12. El domador

483 63 82
                                    

Hercus saludó a Gran Galand con una sonrisa amigable. Era caballo marrón que destacaba por su melena y hocico negro. Además que, tenía una peculiar mancha blanca en la cara, que solo le otorgaba un encanto único. Con calma y confianza, ingresó al habitáculo del corcel. Le dio de comer y beber. Habló con su compañero equino, compartiéndole palabras amigables y tranquilas. Era acompañado por Heos, su perro, y el búho, Sier, que con sus plumas sobresalientes en su cabeza y con sus grandes ojos solo se limitaba a observar. N era extraño que hubiera desarrollado el don de domador. Después tomó un cepillo y, con movimientos suaves, acarició y le limpió el pelaje de Gran Galand. La rutina de cuidado continuó con la limpieza de las herraduras en las pezuñas, asegurándose de que su noble amigo estuviera cómodo y preparado para cualquier jornada que les esperara. Decidió tomar un momento especial con Gran Galand, llevándolo al espacioso corral. Se montó sobre el lomo, sin silla, confiando en la conexión que compartían, El viento de la tarde acarició su rostro, llevando consigo la frescura de la naturaleza circundante. En la inmensidad del corral, recordó las palabras de su padre sobre el pastoreo del ganado. Una chispa brilló en sus ojos azulados mientras la responsabilidad del cuidado de las tierras y los animales lo llenaba de determinación. Condujo a Gran Galand hacia la enorme pradera, donde altos pinos se alzaban como guardianes silenciosos. La hierba ondulaba bajo los cascos del caballo mientras se adentraban en la serenidad de la naturaleza. Heos corría a su par y Sier agitaba sus alas de modo inaudible.

Hercus le dio la orden al Sier para que encontrara la ubicación de las vacas, y el búho se alejó de ellos y se elevó por las alturas. Luego de algunos minutos regresó y se puso al frente. Su peculiar ulular era el indicativo para que lo siguieran. Así, con Heos y guiado por la perspicacia de Sier, emprendió la tarea de pastorear. Con habilidad y cooperación, los tres formaron un equipo eficiente, dirigiendo al rebaño con destreza a través de la extensa pradera.

Heos, con su aguda inteligencia, corría a gran velocidad entre las vacas, manteniéndolas en línea con la dirección indicada por Hercus. Mientras tanto, Sier observaba desde lo alto, proporcionando una vista aérea, como un centinela silencioso

Hercus con paciencia y varios minutos de labor, condujo al ganado hacia la nueva zona rica en hierba fresca y alta, donde el verde exuberante ofrecía un festín para las vacas, que empezaron a comer, como si nada, ya que estaban acostumbradas. Ascendió a la cima de la colina para obtener una vista panorámica de la manada. Desde su posición elevada, podía contemplar el ondulante paisaje verde donde los animales se alimentaban de forma pacífica.

El sol se había tornado de tonos anaranjados y rosa en lo alto. Estaba por anoche. Allí había montones de pinos que marcaban la entrada al bosque, añadiendo un matiz de frescura al entorno. Entre ellos, se destacaba una piedra firme, testigo silente de la naturaleza circundante. A su lado, un gran árbol se alzaba de forma señorial, ofreciendo sombra a la pequeña choza de madera que Hercus había construido con sus propias manos desde hace mucho. Había hecho esto en cada ubicación donde pasaba la mayor parte del tiempo para entrenare como guerrero. No desaprovechaba ningún momento y al estar apartado, sin que nadie lo interrumpiera o detuviera, podía entregarse por completo a sus duras sesiones de práctica. Se acercó al tronco, donde se notaban las marcas de sus golpes. Eran variados, desde sus manos, hasta espadas, lanzas, dagas y hachas hechas de roble, más pesadas que un arma convencional. El tiro con arco lo hacía en otro lugar. Puso su palmar para sentir la naturaleza. Cerró los parpados y en sus recuerdos se vio desde que era un niño haciendo sus primeros movimientos, toscos, sin fuerza y sin técnica. Formó el puño en su diestra que, era su brazo bueno y que no están herido. Hizo una leve postura de pelea. Abrió sus ojos e impacto con su puño de acero al gran coloso que estaba frente él, haciendo que aquel ser inerte y enraizado en el suelo, vibrara y que le cayeran hojas de sus ramas.

El búho con sus dos plumas reales en el rostro fue testigo de la hazaña del chico. Sus ojos grandes y sus pupilas oscuras circulares, se dilataron de forma automática.

Hercus aprovechó para estirar sus extremidades. Habían pasado dos días acostado y sin hacer nada, por lo que debía recuperar. Así, una por una fue haciendo exhibición de su arte para la pelea, tanto con espada, lanza, cuchillos y hacha. No había tenido de forma propia un maestro, o eso se suponía. El herrero del pueblo le mostraba algunos movimientos y cómo sostenerlas. Mas, no sabía por qué, pero en sus sueños podía ver sombras que le indicaban cómo maniobrarlas y hasta como desenvolverse. Luego le había enseñado a su hermano, Herick, pero este al ser muy consentido y mimado por sus padres era demasiado perezoso. Estaba sudado y agitado del entrenamiento. La venda en su brazo se tornó de un rojizo claro al estimular sus heridas. Llevó su mano a su espalda para agarrar su odre, pero no encontró nada, pues había salido sin prepararse. Suspiró con desilusión y se sentó en la enorme piedra a reposarse. Sier se percató de esta situación, por lo que hizo alarde su majestuoso ulular y emprendió vuelo.

Hercus estaba sentado en la roca, entretenido en sus pensamientos. Mientras tanto, desde las profundidades del bosque emergía una manada de lobos, liderada por la pareja alfa, que avanzaba con sigilo. Los animales salvajes con su visión grisácea se fueron acercando con sigilo desde la espalda. El macho dominante, con su mirada fija en el cuello de Hercus, se acercó con cautela junto a la manada. Sin embargo, desde las alturas, Sier, que no se había alejado demasiado, había detectado el peligro y regresó a gran velocidad hacia Hercus, emitiendo su característico canto de advertencia de los enemigos que lo rondaban. Pero el ave de rapiña estaba muy apartada y no alcanzaría a llegar. Los ojos del búho enfocaron al lobo y la escena se desarrolló de forma ralentizada...

Mas, el lobo en vez de atacar a Hercus saltó sobre él, espantando a Galand y Heos. El enorme can salvaje se paseó un momento, como haciendo ronda. Luego, comenzó a menear su cola y se acercó a Hercus de manera sumisa y doméstica. No tenía la intención de hacerle daño, ya que Hercus era su amo y quien lo había salvado desde que era un cachorro, desarrollando un vínculo entre mascota, señor y protector.

La tensión de la rapaz se disipó al comprender lo que pasaba. Sier ladeó su cabeza. Al regresar se posó sobre el lomo del caballo. Hercus, ahora se encontraba en una situación inesperada pero única, ceñido por las bestias. El que le había saltado era de un tono pardo.

—Laso —dijo Hercus, mientras lo acariciaba. Era el macho dominante. Luego se acercó la hembra líder, que era la única blanca. Sus pelajes eran abundante y suave al tacto—. Lisa —comentó, en tanto, también la sobaba a ella.

Hercus conocía la historia de ellos dos. Laso había sido el cachorro que había salvado de un oso. Se volvió el alfa del grupo de los grises y después cortejó a una loba extranjera, Lisa, que era la única blanca de por allí, siendo el rey y la reina de esas tierras. Después, al notar que no había peligro, siete cachorros emergieron de la selva en este orden: una con pelaje rubio, dos oscuros, dos blancos, uno pardo y otro albino. Al ser estar en la cima del orden jerárquico, eras los únicos que se podían reproducir. Su don de domador en su marca negra resplandecía de modo parpadeante, así como su atributo oculto. Era cercado por su perro, Heos, su caballo, Galand, su búho, Sier, los alfas, Laso y Lisa, por los cachorros y por la manada de lobos que se sentaron a su alrededor, reconociéndolo como su amo y señor, y aún faltaban los nuevos que se habían agregado a la lista y los que faltaban.

—Hoy conocí alguien —dijo Hercus a sus compañeros, como si pudieran entenderlo—. Se llama Heris. Espero puedan conocerla. Es temeraria, buena, amable y linda. Muy hermosa. —Sier era el más atento a la charla—. Porque ella, algún día... —Se detuvo y moldeó una sonrisa tensa y contenida. Entonces terminó su frase.

EL HIELO DE LA REINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora