32. El inicio

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—¡Larga vida a la reina Hileane! —exclamaron en un canto glorioso, como un trueno, que hizo temblar el cielo—. ¡Larga vida a la reina! ¡Larga vida a la princesa!

Hercus había gritado con euforia el nombre de su monarca. En su corazón, no había un ser más grandioso, honorífico y majestuoso que su soberana. Por fin podía llegar a conocer a la reina. Moldeó una sonrisa de emoción. Si la veía a los ojos y a la cara, en verdad podía llegar a morir. Pero de la felicidad. Luego de un momento, pudieron colocarse de pie. Observó desde la distancia el puesto donde estaba la impresionante monarca, rodeada por la guardia y los inmensos leones blancos. Arropada con un deslumbrante vestido morado y con un velo del mismo color que ocultaba su rostro. Además, la reina Hileane sostenía su particular cetro, que más parecía una lujosa lanza de plata con una punta de un copo de hielo. La figura de su majestad emanaba una presencia mágica y misteriosa, envuelta en la elegancia del hielo y la nobleza de su estirpe real, el más noble de todos. A pesar de los desafíos y pruebas que aguardaban en los juegos, allí, sentada, estaba la mujer más importante, poderosa y majestuosa de este mundo. Era inalcanzable para un plebeyo como él, y solo podía admirarla desde lejos.

—¡Atención a todos! Está por comenzar el primer juego —dijo el pregonero, mientras que su voz fue transmitida por los cuernos en los espejos—. Será una carrera de resistencia. Los competidores más aptos deberán sortear algunos obstáculos y llegar aquí. El orden en que lleguen, de manera descendente, podrán darle un regalo a la princesa y a la reina. Si no quieren seguir, deben arrodillarse o decir que se rinden. Eso es todo.

—La prueba comenzará en diez... nueve... ocho... siete... —comentó otro heraldo.

Hercus frunció el entrecejo y los participantes empezaron a murmurar entre ellos. Al acabar la cuenta, un polvo escarchado se posó sobre el gentío y el panorama se volvió oscuro y movido. Así, al despejarse la bruma estaban en el camino para llegar a la ciudad real. El pueblo de Honor y las grandes murallas de Glories se notaban diminutas de lo lejos que estaban. Habían sido transportados afuera de nuevo por la pradera verdosa. Las colinas y montañas se divisaban a los costados, había árboles de pinos, riachuelos y lagos. En el cielo, los búhos y las lechuzas volaban de forma silenciosa. Heos, que se mantenía a su lado, también se había unido a la aventura. Los caballeros y demás nobles se reponían del asombro. Pero asimilar la situación, se dieron hostiles miradas a empujones bruscos y golpes. Algunos quedaron tendidos, pero se levantaron como pudieron. Así dio inicio una carrera de un gran número de hombres y mujeres para llegar a la ciudad real. La zuela de sus botas golpeaba la tierra como una manada de toros salvajes, que azotaban el suelo con sus pezuñas. Sus armaduras rechinaban con sus fundas. Había sido una mala elección presentarse con esas defensas de hierro que dificultaban sus movimientos para los caballeros. El grupo de Hercus con sus corazas de cuero tenían más libertad y agilidad. Además de los otros nobles con ropas más ligeras, pero elegantes.

El grupo de plebeyos iba a la cabeza, con algunos un par de encapuchados a los que no conocían. Parecía ser muy fácil llegar a la ciudad real. Pero estaban muy equivocados. Del piso, emergió una pared de hielo al frente y detrás de ella, se fueron formando más obstáculos cristalinos de diferentes tipos. La primera pared era demasiado grande, hasta para los más altos. Hercus miró al fornido de Axes, que apuró su paso y se acomodó de espaldas, encorvando su cuerpo para hacer de catapulta. Herick le arrojó una cuerda y se la echó al cuerpo.

Hercus se apoyó en las dos manos de Axes, que lo empujó hacia arriba. En medio de su vuelo, sacó sus dagas y las clavó en el hielo con certeza. Con sus brazos tensados por la fuerza y con la punta de sus pies, fue escalando el muro con su propia habilidad. Kenif, tan ágil como él, hizo lo mismo. Al llegar a la cima, Hercus arrojó la soga, para que los demás la subieran. Le dio la orden a Kenif que se podía adelantar, pero este al descender se quedó esperándolos. Así, uno por uno comenzó a subir, desde los hermanos y las mujeres. El último fue Axes, en su espalda iba Heos, mientras Hecus lo jalaba.

Los demás competidores intentaban superar el muro, pero pocos lo hacían, incluyendo a los encapuchados, imitando el truco de los cuchillos. Se vieron obligados a quitarse la armadura, si no, jamás podrían avanzar.

Hercus ayudó a pasar al otro lado a su grupo. Los dos encapuchados se les habían adelantado. Fue sorteando las demás obstrucciones de cristal, mientras que Heos se mantenía a su lado. Ya no parecía que a aparecer otra pared así de difícil, por lo que con su mano dio la orden de que corrieran a voluntad. Los dos extraños que vestían de negro con gorro eran los más adelantados. Su cuerpo estaba sudado y agitado, pero estaba emocionado. Sus zancadas se fueron haciendo más largas y sus brazos zumbaban, cortando el aire. Al llegar al pueblo, había acortado distancias. La gente había salido a ver y se habían quedado detrás de la cerca.

Uno de los encapuchados se detuvo y se quedó inmóvil, volviéndose hacia él. Hercus tensó la mandíbula y cuando intentó pasar al lado de él, el extraño sacó un cuchillo para hacerle frente. Hercus respondió desenvainando su daga. Las hojas de metal chillaron al encontrarse. Intercambiaron algunos choques. Mientras las personas de Honor coreaban su nombre. Mas, Hercus sabía que esto era una distracción. La carrera la ganaba quien llegaba primero, por lo que a la primera oportunidad que tuvo, volvió a correr. Aquel desconocido le arrojó el cuchillo directo a la espalda. Con su percepción lenta, saltó y giró en el aire como un tornado sacudiendo la brisa, para evitar una herida mortal. Cayó sobre sus pies y enseguida continúo su paso. Perseguía el que iba de primero muy de cerca. Aquel lo miró hacia atrás por encima de su hombro. Llegaron a la plaza de los extranjeros, donde la gente se había reunido. Había gritos de emoción y diversión de los espectadores.

El encapuchado dobló su cuerpo y alzó su pierna diestra para darle una patada. Pero Hercus contempló esto de una manera pausada ante su mirada. Dio un brinco hacia adelante y recogió su cuerpo en el acto, para pasar por encima de la pierna del agreso. Un mechón de su cabello castaño logró rozarlo. Quedó de frente al acceso, pero de inmediato se dio la vuelta y bloqueó con su mano otro ataque del extraño. Evadió los golpes que le hacía, mientras retrocedía con cautela. Llevó su diestra hacia atrás y chocó el puño él. Permanecieron inmóviles. El rostro de aquel era imperceptible debido a la sombra. Pero se quedó quieto, sin intentar atacarlo de nuevo. Se dio media vuelta y observó detrás de sí por un breve segundo, para reanudar su carrera. No tenía intenciones de sostener una lucha prolongada y ese forastero ya no tenía intenciones de continuar el combate. Heos se puso a su lado y avanzaron por el piso de piedra a la vista de los nobles que estaban en las calles y otros que miraban desde el segundo o tercer piso de sus casas. Había expresiones de asombro, dado que era uno de marca negra. Así, divisó el coliseo y pasó la alta entrada que era un largo pasillo. Por un instante solo oía el sonido de su respiración y de las garras de Heos, que eran intensificadas por las paredes en donde sus exhalaciones rechinaban y eran devueltas. Había un destello de luz al fondo al que cada vez se iba acercando. Salió del túnel y contempló a los numerosos ciudadanos de distintas nacionalidades. Un espejo se formó en las alturas, que lo enfocaba a él.

—Hercus de Glories. Marca negra. Es el primero guerrero en llegar y el ganador de esta carrera —dijo el pregonero a viva voz.

Luego, solo hubo silencio en el coliseo. Los nobles, la realeza y los espectadores quedaron sin habla, pues esperaban que un caballero o alguna otra marca azul fuera el que se llevara la victoria. No un campesino de marca negra que pudiese aventajar a los demás. Era más, era posible que los primeros en llegar fueran todos plebeyos, por lo que dieron comienzo los murmullos. Hercus, en medio de la multitud, escuchaba los susurros. Estaba alterado y con su ritmo acelerado. Daba vueltas, mientras su ceño estaba fruncido. Pero los rugidos potentes de los leones hicieron callar a todos. Así, Hercus observó en dirección del trono de su reina. Su majestad extendió los brazos y dio un solo aplauso, que fue seguido por la princesa y por los allí presentas, convirtiéndose en un recibimiento lleno de victoria y jubilo, en tanto los pueblerinos de Honor que lo habían acompañado estaban enloquecidos y exclamaban su nombre en un cantar de cantares que resonaba en el cielo. Este era el inicio de los juegos de la gloria.

EL HIELO DE LA REINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora