65. La discusión

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—Insolente, ¿cómo te atreves a hablarle a su majestad de esa forma? —dijo Lady Zelara, intentando sacar su espada de la vaina.

La reina Hileane levantó su mano derecha en señal para que se detuviera.

—Eso se decidirá en el juicio que se hará en la corte —dijo su majestad con arrogancia y con altivez, además de ese raro y extraño acento refinado—. Estoy aquí para que te despidas de ella.

Hercus se sintió airado y ofendido por esas palabras. No quería nada de parte de esa bruja despiadada de hielo que le había roto su humanidad.

—¿A la persona que mataste, también le otorgaste una última voluntad? —dije, mirándola directo a sus mágicos ojos grises.

—Prefecto, como no quieres hacerlo, entonces no perderé más mi tiempo. —Se dio la vuelta para irse.

—Espere —dijo Hercus antes de que se marchara—. Sí, quiero despedirme de ella.

Era la última vez que podré verla. Quería disculparse con Heris por haberla llevado a su ejecución. Si él no hubiera contado su sueño, eso no habría pasado. La culpa del fallecimiento de sus padres, del destierro de su madre y de la penalización de su nada esposa recaían sobre sus hombros.

—Déjame ir a verla —dijo Hercus con honoríficos hacia la monarca. Su voz se empezó a quebrar.

—Eso depende de ti. ¿Qué tanto estás dispuesto hacer para que te conceda ese beneficio?

—Cualquier cosa. Solo quiero ver una última vez a la mujer que amo y a la que le pertenece mi vida.

La expresión de la reina cambió a una más severa y molesta, como si hubiera dicho algo que no fuera correcto.

—Yo soy la dueña de cada uno de los habitantes que pertenecen a este reino —dijo la soberana con enojo—. Lady Zelara, ¿a quién le pertenece su vida?

—Mi vida le pertenece a usted, mi reina. Es un honor servirle y morir por su majestad —respondió con mucho orgullo la comandante de la guardia real.

—¿Y tú? —le preguntó a otro de los escoltas—. ¿A quién le pertenece tu vida?

—Es un gran honor que la reina se dirija a mí —dijo el soldado y se colocó sobre una de sus rodillas —. Mi vida le pertenece a usted, su majestad.

—¿Escuchaste bien? Sus vidas me pertenecen a mí, soberana —dijo la gran señora de Glories, molesta—. ¿Aún dices qué tu vida le pertenece a otra persona que no es tu soberana?

Hercus pensó por unos segundos, pero su repuesta no cambiaría. Si ella estaba molesta por eso, no podía imaginar cómo se sentía él frente a esta situación. Su alma estaba motivada por contradecirla y llevarle la contraria.

—Lo digo. —Su voz sonó áspera y brusca—. Mi corazón, mi alma y todo mi ser le pertenece a otra mujer, no a usted. No a la reina. Yo la admiraba. Pero a ella la amaba. Aun así, quizás, la gran señora, ni con su gran intelecto, ni con su enorme sabiduría, logre entender de lo que estoy hablando.

—¡Hercus, insolente! ¿Cómo te atreves a faltarle el respeto a nuestra soberana? —dijo de nuevo Lady Zelara, que se había enfadado más que la misma reina.

Hercus sabía que si a morir, ya no tendía porque contenerse. No cedería ante ella, ni, aunque en toda su niñez, solo se había preparado para servirle con lealtad y fidelidad.

—Continuarás desafiándome aun cuando tu hora de morir está cerca. Incluso, cuando te he exaltado y elogiado. ¿Así es como pagas mi gracia? Un simple campesino que reta a la reina. Te concederé que puedas verla, porque el fin de tu vida se aproxima.

La monarca hizo una señal y los guardias lo liberaron del cuello. Lo golpearon por detrás de sus rodillas y quedó hincado ante ella. Así fue como la gran señora dejó caer una daga frente a él.

—Lo único que tienes que hacer es cortarte uno de tus brazos y podrás ir un breve instante con la mujer que dices amar. —Su voz no temblaba y su expresión no cambiaba.

Hercus había contemplado la verdadera cara de la reina Hileane. Esa que no se escondía detrás de un velo. A pesar de ser la mujer más hermosa sobre la faz de la tierra, era cruel y malvada. Esa soberana era asesina, despiadada y sin corazón. No se había equivocado en su rebelión, pues era una bruja con un corazón de hielo, uno que no le permitía tener sentimientos. ¿Mocharse uno de mis brazos? Miró la hoja de acero clavada en el suelo. Ella también lo vio fijo con sus penetrantes e imponentes ojos grises, que emanaban un brillo mágico.

—¿Te cortarías uno de tus brazos para ver a tu amada? —preguntó la gran señora de manera confiada.

Hercus había perdido a sus cuatro padres, a su hermano, a su esposa, y ahora, ¿tendría que quitarse una de sus extremidades para poder ver una última vez a la mujer que amaba? A la que esa despiadada reina había ejecutado.

—Con el brazo derecho manejo la espada, disparo la lanza y las flechas del arco, mientras que con el izquierdo sostengo el escudo y el arco. —Miraba cada una de sus manos cuando las mencionaba.

—La espada y la lanza son más importantes para un caballero. Entonces, ¿te cortarás el izquierdo? —dijo ella con seguridad.

El alma de Hercus había sido quebrada, y si se cortaba alguno de sus brazos también serían destruidos sus anhelos por los que se había formado como guerrero, pero si no lo hacía, era posible que no pudiera volver a ver a Heris en este mundo. Tal vez cuando fuera ejecutado, podría reunirse de nuevo chonela. ¿Sus sueños o su corazón? ¿Cuál era la opción que debía escoger? Eso era obvio, porque su objetivo de ser el guardián de la reina, ya había sido borrado de él.

—No... —respondió él a secas y con desilusión.

—¿Ese es todo el amor que le tienes? Que, ¿ni siquiera eres capaz de hacer una pequeña demostración de tu afecto por ella? —dijo su majestad con rigidez, como si esa fuera la respuesta que esperaba—. Tal como supuse, todos los hombres son iguales y no piensan en otra persona más que en ellos mismos. Son incapaces de amar y sentir en verdad algo fuerte por una mujer.

La monarca dio una vuelta para marcharse. Había triunfado con sus palabras, y sus pasos resonaban con lentitud en su cabeza. Pero hoy, en este día, un campesino le demostraría que no todos los hombres eran iguales. Ella se equivocaba. A pesar de ser la reina, no siempre tenía la razón, y él no tenía nada más que perder. Su soberana le había arrebatado lo poco que quedaba de su humanidad. Así que, con voz ronca y gruesa, Hercus declaró:

—Me cortaré ambos brazos.

Hercus alzó la mirada y observó cómo ella se detenía, quedando de espaldas a él. Era la decisión que había tomado; si de todas formas moriría, haría lo posible ver a Heris solo una vez más, para poder despedirse de ella.

—¿Qué dijiste? —preguntó su majestad con enojo por la resolución de Hercus.


—Dije que... —Hercus tensó sus músculos y habló con determinación—. ¡Me cortaré ambos brazos!

EL HIELO DE LA REINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora