17. La subasta

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La señora Rue se encontraba en la fonda, inmersa en la tarea de amasar el pan. La atmósfera en la pequeña cocina estaba impregnada con el aroma reconfortante de la harina fresca y la levadura. Con habilidad adquirida a lo largo de los años, sus manos trabajaban la masa con destreza, creando una danza armoniosa entre los ingredientes. Su delantal, mostraba las huellas de muchas horas dedicadas a la preparación de alimentos para los habitantes del pueblo de Honor. Mientras mantenía con su cabello recogido en un moño práctico, irradiaba una calidez que hacía que fuera un refugio acogedor para los lugareños.

—¿Alguien fue a la tienda? —preguntó una de sus compañeras.

—Sí. He enviado a mi hijo... A Hercus —respondió la señora Rue.

—Comprendo —respondió la otra mujer. Se dio media vuelta, para alejarse. Pero se detuvo. Frunció el ceño y se volvió hacia la dueña del sitio—. ¡¿A Hercus?!

—Sí. A... —La señora Rue cayó en cuenta de lo que sucedido. Suspiró con derrota. Cada vez que lo mandaba a la plaza, tardaba horas en regresar, ya que siempre lo retenía una gran multitud—. A Hercus.

—Eres afortunada por tener un hijo tan bueno y famoso como él. Todos lo admiran.

—Sí. Él es el más amable y correcto. Por eso no le dice que no a nadie y se aprovechan de su bondad.

—Esperemos que regrese pronto —dijo la señora Rue con una afable sonrisa. Su hijo era la novedad en el pueblo y siempre hacían que se tardara.

Hercus estaba haciendo pulso contra un hombre de honor. Su brazo hizo tocar la superficie y ganó sin dificultad.

—Aquel que logre vencer a Hercus en pulso. Ganará quince Florines de cobre —dijo el bardo, Vidwen, animando el evento con su lira—. Para participar solo necesitan pagar cinco. Obtendrá tres veces más. ¿Dónde están los valientes hombres de Honor? Si estuviera sano, yo mismo lo desafiaría. Pero tengo un dolor en el hombro y en la rodilla que no me deja hacerlo, pues aqueja mi vigor.

Así, Hercus fue retado por números rivales que habían sido endulzados por las palabras de Vidwen, que sabía que nadie podía doblegarlo. Hercus venciendo a sus contrincantes al punto de que ya nadie quería hacerle frente, pues no se mostraba ni un poco agotado o daba muestras de debilidad, luego de haber forcejeado con la mayoría.

Axes, un leñador corpulento y enorme, de la edad de Hercus, pero con una prominente barba que añadía un toque imponente a su figura, regresaba del bosque cargando un tronco sobre su hombro zurdo y un hacha en la diestra. El sonido de sus pasos resonaba, como las de un gigante que acostumbrado a enfrentarse a la naturaleza. Oyendo el alboroto en la plaza, Axes dejó caer el tronco con un estruendo que pareció estremecer la tierra. Su mirada curiosa se dirigió hacia la mesa donde Hercus, conocido por su fuerza y destreza, estaba siendo desafiado en pulso. La expresión determinada mostraba que no era ajeno a tales desafíos. Había conocido a Hercus desde que eran niños y a veces habían ido juntos, para cortar madera. Sabía que era el único que podía resistir su impetuoso poder. Con paso decidido, se aproximó a la mesa, mientras que su presencia imponente destacó entre la multitud, haciendo que todos se apartaran a su paso, mirándolo asombrados. Expresó una sonrisa desafiante en su rostro barbado.

—¡Hercus! —gruñó Axes. Se encorvó demasiado, debido a que la mesa era muy pequeña. Se acomodó para dar inicio al pulso.

—Axes. Rato sin verte, viejo amigo —dijo Hercus. Respiró hondo. Entre todos los pueblerinos, Axes era al único que su intelecto le decía que debía evitar en una contienda de vida o muerte. Era probable que después de una batalla pudiera derrotarlo. Pero no saldría ileso, ni bien parado.

—Primero debes pagar —comentó Vidwen.

—No te preocupes —dijo Hercus—. Es asunto de hombres y cuestión de gloria y honor.

EL HIELO DE LA REINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora