9. La herbolaria

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Al pasar los segundos, aquel sentimiento de amenaza fue disminuyendo hasta desaparecer. ¿Estaba sufriendo los estragos de su persecución por el bosque? No. De cierta manera, sabía que debía tener cuidado con ella. Era un sentir de guerrero y cazador. Contempló a la mujer, sin temor. Vestía un delicado vestido blanco con una sobretúnica con corsé azul que caía con gracia hasta sus tobillos. La tela, de un tono profundo, estaba adornada con sutiles detalles bordados que formaban intrincados patrones florales y hojas. Las mangas largas y sueltas se abrían con hacia el final, añadiendo un toque de elegancia a su atuendo. Un cinturón de cuero, trabajado con esmero, resaltaba su cintura, acentuando la silueta de forma modesta. El escote le cubría casi todo el pecho, sol dejando admirar los sobresalientes, finos y largos huesos de la clavícula. A Pesar de estar aislada, se mostraba hermosa. Se sintió avergonzado por lo que le había hecho. Era una herbolaria que lo había salvado y curado, y él, nada más, la había venido a molestar en su propia casa. Agarró el cuchillo y se puso de pie. Inclinó su cuerpo hacia ella para hacerle una ligera reverencia.

—Me disculpo por lo sucedido —dijo Hercus con sinceridad y redención—. Y gracias por haberme ayudado. Estoy en deuda.

—No estás en deuda. Recoge tus cosas y vete —comentó aquella extraña de forma terminante—. No debes nada.

—Yo no puedo hacer eso. Usted ha salvado mi vida y estoy muy agradecido. Es mi deber retribuirle.

Hercus tenía muchas cosas que preguntar, pero entendía que no era el momento indicado para hacerlas. ¿Por qué vivía sola en medio de esta selva tan peligrosa? ¿Cómo era que había logrado sobrevivir a esas bestias de allí afuera? Y muchas más, pero se las guardaría para más adelante.

—¿Cómo te llamas, cazador? —preguntó aquella mujer. Se escuchó un suspiro de rendición. Se percató de que él no se rendiría, ni desasistiría de la idea, por lo que había otra manera de librarse de él.

—Hercus —dijo él.

—Necesito algunas cosas. Puesto que insistes en pagarme, solo debes encargarte de conseguirlas —dijo ella con serenidad. Ya no se expresaba hostil. Miró al perro—. Le he querido dar de comer, pero no ha probado bocado.

La mujer observó con atención el abdomen marcado de Hercus, cuyas líneas definían un mapa peculiar de su fortaleza. Tenía la piel blanca bronceada por el sol. Alrededor de su vientre, líneas extrañas se entrelazaban con protuberancias que se extendían hacia los costados de su cuerpo. Frunció el ceño con ligereza. Los brazos de Hercus, sin la barrera de una camisa que le había quitado para tratarlo, exhibían contornos y una firmeza notable. Cada detalle muscular se delineaba con precisión. ¿Qué tanto había hecho para estar así? Era evidente una dedicación constante al trabajo físico y a la vida en el campo. Continuó su examen, ascendiendo con su vista hasta notar el hueso destacado en la garganta y la aguda barbilla de Hercus definida con estética. Era como si un maestro escultor se hubiera dedicado a trabajar con su martillo y cincel sobre ese muchacho para darle atributos únicos y hermosos.

—Heos —contestó Hercus. Se acercó con gracia hacia su mascota. Tomó del plato que estaba en suelo y se le puso al perro, el cual empezó a comer enseguida—. Solo se alimenta de lo que yo le doy. No de nadie más.

—Entiendo —dijo ella. Admirando al fiel animal que no había abandonado a su sueño—. Te trajo tu carcaj. Es un buen perro.

—Así es. Es el mejor.

Ella permaneció en silencio, viendo el dorso del cazador, mientras que sus oscuras pupilas de sus ojos turquesas se habían dilatado ante la visión de la anatomía cincelada y esbelta de Hercus Hasta la espalda parecía tallada. Su atención se centró en los huesos del omóplato, cada curva y cada marca eran llamativos a la vista. ¿Por qué estaba tan marcado por todos lados?

—Por cierto —dijo ella—. Tapate. —Se alejó de él.

Hercus se miró a sí mismo y se dispuso a buscar su camisa, que recordaba que estaba rota por los arañazos de las garras de los leones.

—¿Dónde está? —preguntó él.

—Aquí tienes. —Ella se la lanzó. Abrió las ventanas, se sentó en la mesa y se ocupó en sus asuntos.

Hercus la extendió delante de él y detalló que había sido cocida en las partes dañadas con una técnica que, parecía estar como nueva. Volvió a agradecerle. Solo se mantuvo viéndola como calentaba agua en una pequeña olla y como aplastaba plantas en su mortero con la maja. Le ofreció de un vaso que lo ayudaría a recuperarse. A pesar de que era alguien callada y bastante seca, era buena y amable. Se había sentido amenazado y aventajado por ella. Pero, eso cambió por un ambiente más calmado y lleno de agradecimiento. Haber sido atacado por los leones y mordido por el cocodrilo, ya no era tan malo, si era atendido por una mujer tan hermosa con ella. A la que todavía no conocía. Luego aquella dama se puso a escribir en un pedazo de papel

—¿Cómo se llama? —preguntó él.

Hercus bebió del trago caliente que le había preparado. Pero ella lo ignoró y no le respondió. Hizo un gesto triste y acabo la bebida sin hablar más. Se maravilló de que supiera escribir y de la forma en que danzaba su mano. Sin embargo, se abstuvo de molestarla. No quería seguir fastidiándola o hacerla enojar por sus preguntas y con su plática. Le dedicó una mirada de anhelo, mezclada con pesar. Estaba allí con ella. Mas, se sentía tan distante como una nube del cielo. Salió de la choza, cojeando con su pierna lastimada. Fue acompañado por Heos. Se armó con su cinturón de cuero y con su carcaj a la espalda. Contempló el paisaje. Estaba libre de la nieve blanca y de la fuerte ventisca que había caído aquel día. Aunque esa parte del bosque era más nublada, lúgubre y fría, como apagada, más que el resto de la selva que era más cálida y colorida. Caminó un poco y divisó un huerto de plantas medicinales. Alrededor había árboles de frutas. ¿Por qué ella había decidido vivir en esta parte de la selva? Estaba lejos y aislada de los demás. Era claro que no le gustaba la presencia de otras personas de ella. Eso explicaba por qué era tan cortante y rígida con él. Tal vez su único deseo era el de estar sola y el no ser molestaba por nadie. Por lo que su estancia allí, solo la incomodaba. Dejó de andar en el piso de madera y tocó la tierra con la zuela de sus botas. Suspiró con pesadez y se perdió en medio de los árboles y los arbustos, junto con Heos, sin mirar atrás.

La mujer estaba en la entrada de la casa. En su mano derecha tenía un pergamino. Allí no había nadie. Suponía que él se había ido, luego de comprender que le gustaba estar sola. Era más perspicaz e inteligente de lo que aparentaba. Su rostro era inflexible. Así estaba bien. A final de cuentas no necesitaba devolverle el favor y solo quería que él se marchara lo antes posible, para no estar con nadie. Se dio media vuelta para entrar a su choza, cuando a lo lejos divisó a Hercus con su perro.

Hercus traía consigo siete flores moradas que había ido a buscar para mostrarle su gratitud a la extraña que lo había salvado de la muerte. Hizo caso omiso al clima que, de nuevo, se había oscurecido de repente, como en su lucha contra los leones. Se apoyaba en un bastón, para no forzar su pierna herida.

—Aquí tiene... —Se las ofreció—, esto es para usted.

Las nubes grises se despejaron en el cielo. Ella lo dudó, perpleja y sorprendida, porque no se había marchado. A pesar de haberlo tratado mal, sino que había ido a buscar flores para regárselas. Contempló el rostro afable y honrado del chico. Al final las recibió.

—Te lo agradezco —dijo ella con voz leve.

—Gracias a usted por haberme salvado —comentó Hercus.

EL HIELO DE LA REINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora