83. La verdad es una ilusión

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Los ojos de Hercus se tornaron de tonalidad negra, por completo. En su percepción lenta hizo que la oscuridad abarcara la longitud de la espada. Así, al estar por llegar a la nuca de la reina, el arma desapareció y volvió a aparecer en su agarre, después que hubiera pasado el cuello. Cayó sobre el piso, con la hoja que se estrelló contra la superficie de cristal, volviendo a aparecer. Estaba agotado y fatigado. La magia le quitaba mucha energía y a eso se le sumaba el desgaste físico que había hecho para enfrentar a la bruja de hielo. Además de la herida en su abdomen que cada vez le dolía más. Rodó su vista hacia la persona que venía caminando hasta ellos. Traía puesto un elegante vestido verde de mangas largas que, al igual que su madre, le cubría el pecho. Tenía su cabello rubio recogido y sobre este una tiara plateada con una gema verdosa que adornaba su cabeza.

—Princesa Hilianis, no debes estar aquí. Este salón ahora es un campo de batalla —dijo Hercus tratando de evitar que se acercara más.

Pero la joven alteza hizo caso omiso y siguió avanzando, mientras Hercus divisó dos especies de máscaras que sostenía; una plateada con dorado y le segunda que era toda castaña.

—Ahora mismo, solo tú podrías hacerme daño, ¿me atacarás? —preguntó la princesa Hilianis, sin ningún temor.

Hercus tenía presente que ella lo había ayudado en la corte y la única que había intervenido por él en aquel juicio, cuando más nadie lo iba a hacer.

—No, a usted no tengo motivo para atacarla. Solo tiene mi respeto y mi agradecimiento por haber intervenido por mí —dijo Hercus. Se puso de pie.

—Por ese agradecimiento, ¿podrías liberar a mi madre y no intentar acabar con su vida? —La hija miró a su majestad, su madre con anhelo y prosiguió con su discurso—. Si lo haces, ella liberará a tus amigos, son las palabras de una princesa y una reina, son irrevocables.

Después de todo el arduo combate, Hercus no pudo evitar sentir alivio por todos, pero su sed de venganza no quería dejar que Hileane saliera ilesa. Eso era algo que no se estaba negociando.

—No —dijo Hercus de manera severa. Observó a la reina Hileane con odio y dureza.

—Entiendo, pero si yo no puedo convencerte, conozco a alguien que sí lo hará —dijo la joven alteza de cabello rubio y ojos verdes. La princesa tomó la máscara que tenía en sus manos y se la colocó—. Es hora que sepas. No, mejor, es hora de que veas la verdad.

Los ojos de Hercus se abrieron en sorpresa, su corazón golpeaba el pecho, cuando todo el atuendo y la voz de la princesa cambiaron en un parpadeo; su cabello se tornó de otro color, al igual que sus ojos, uno que conocía perfecta que no podía sacar de su mente. Apenas lograron salir las palabras de su boca debido a su respiración fatigosa y la impresión que le causó tal escena y la mujer que ahora se manifestaba ante él.

—Tú eres.

La princesa había experimentado un cambio total en su físico y su atuendo, además de su voz. Hercus ni siquiera se molestó en levantar su arma, pues sabía que era la joven alteza, Hilianis, y no la que ahora se mostraba. Se había transformado en la reina Hileane. Su atuendo era igual al que llevaba su gran señora: un vestido púrpura de mangas largas y su capa brillante. Mantenía su decidida vista en él.

—Esto es lo primero que debes saber —dijo la princesa Hilianis. Se quitó aquella máscara y mantuvo la forma de la reina—. Esto ha sido forjado con magia, y me permite transformarme en un instante en mi madre. Pero antes de que te siga contado, primero debes liberarla. Así podrás saber toda la verdad y darle fin a esta venganza equivocada, pues te darás cuenta de quién es que te ha salvado, y entenderás que, no he sido yo.

El temor lo invadía por completo y recordaba cuando creyó que Heris podría ser la reina, ya que parte de su personalidad era similar. Mas, sus tratos eran diferentes. Eso lograba borrar toda pizca de duda: una era tan seca, soberbia y despiadada, mientras que la otra era modesta, accesible y humilde. Era muy diferente alterar tu aspecto físico y otra cosa era cambiar tu carisma. Ahora solo quería enterarse de la realidad de las cosas y por qué su venganza era equivocada. Hercus sacó una daga que guardaba en una de las grebas de sus piernas. La utilizó para cortar la correa que le había amarrado las manos y sujetado al cuello. Cuando se agachó, percibió la respiración agitada de su majestad, la cual se encontraba cerca de su rostro. Ese aire frío que emanaba de ella y ese semblante tan inexorable, tan serio, hicieron que su alma se estremeciera. Por unos instantes se quedó viéndola y toda su expresión pareció haber cambiado, ahora lucía más accesible y menos despiadada, y por un pequeño segundo, le pareció ver la imagen de Heris. Cerró los ojos y sacudió la cabeza. Eso no podía ser cierto. Había visto como la ejecutaba, como la decapitaba frente él. Era imposible que reina Hileane pudiera ser la mujer que amaba, que ella fuera Heris.

EL HIELO DE LA REINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora