Conduje por la ciudad hasta estacionarme en una calle y, al ver que aún no llegaba, caminé hasta el capó de mi auto y me apoyé. Saqué la cajetilla que ahora no faltaba en mi bolsillo trasero del pantalón o de una chaqueta, saqué un cigarrillo, lo puse entre mis labios para encenderlo e inhalé lentamente la primera sensación y sabor a nicotina.
Yo no fumaba, o al menos no lo había hecho en toda mi vida, hasta que lo encontré como un pequeño escape. Nunca me había llamado la atención. Me parecía estúpido incluso. Saber que te estabas matando los pulmones y que aún había personas que lo hacían se me hacía incomprensible. Ahora lo entendía. O al menos entendía mi razón.
Siempre necesité algo que me calmara. Desde pequeña necesité ese «algo». Solía ser el amanecer cuando despertaba de mis pesadillas. Ese fue mi escape por varios años. Me tranquilizaba.
Pues ya no.
Ahora lo que más odiaba era despertar en la madrugada porque solo pensaba en él. En él, en el acantilado, en el proyecto, y en el alba.
Así que busqué otras maneras de hallar esa calma que la ciudad no me proporcionaba más. No estoy diciendo que me fui de fiesta cada noche, que me emborraché hasta perder el conocimiento, que me acosté con miles de hombres, ni que probé todas las drogas posibles en todos los lugares posibles. No.
Eso habría significado dejar de ser yo y lo último que quería después de perder a todos, era perderme a mí misma.
Y los cigarros fueron los que me ayudaron a no hacerlo.
La primera vez que lo probé estaba en la escuela y empecé a toser como una foca con neumonía. No me agradó ni un poquito. Ahora, era lo único que lograba ayudarme en momentos en los que necesitaba ayuda. Tampoco era una adicta que consumía treinta cigarrillos al día, pero podía confiar en ello de cuando en cuando.
Lo tomé entre el índice y el dedo corazón, y boté el aire con suavidad. Había cerrado los ojos para sentir el tabaco acomodarse en mi sistema cuando escuché un coche estacionarse. No me giré al sentir que se apoyaba a mi costado, ni abrí los ojos hasta instantes después.
—Derek regresó —fue lo primero que dije.
—Lo sé.
Me di la vuelta y fije la mirada en su perfil.
—¿Qué voy a hacer, Becca?
Ella lo sabía todo. Era la única a quien se lo conté todo.
Los primeros días después de haber empezado a trabajar, me encontró en el peor de los estados. Completamente rota y desconsolada en el callejón trasero de ELE. Me abrazó y apoyó sin hacer una sola pregunta ni juzgarme. No éramos cercanas, ni amigas, pero fue un ancla en un momento en el que me sentía perdida. Le dije todo lo que sucedió, desde mi madre, mi padre, y obviamente sobre Derek. Solté todo lo que guardé por días que amenazaba con quebrarme por dentro y no paraba de torturarme. E incluso después de contárselo, no dejó de sostenerme.
Becca era una gran persona. Probablemente una de las mejores de las que conocía. No soportaba tonterías, era fuerte e inteligente. Evitó que explotara y me ayudó a salir del hueco al que me estaba metiendo.
—No lo sé, Ava.
Solté una pequeña risa y me volví al frente.
—Esperaba una mejor respuesta —reí mientras me llevaba de nuevo el cigarro a los labios.
—Leo me ha dicho que ha vuelto para quedarse —confesó cruzándose de brazos—, y ya sabes dónde vive.
Boté el humo por la nariz y apreté el entrecejo con los dedos.
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ABISMO © [Disponible en físico]
Romance¡YA EN LIBRERÍAS! [Esta versión es un borrador] Ella no quiere caer por él. Él quiere recuperarla. Dos promesas en guerra. Solo una puede cumplirse. Tras descubrir la verdad, Ava ha decidido empezar una nueva vida libre de secretos y lejos de qui...