Milena.

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Malfoy Manor

Después de la maldita redada del ministerio, en que Narcissa tuvo que sobornar monumentalmente a diez aurores, empleados del rastrero de Weasley, con mas galeons de los que los desgraciados habían visto en su vida, las cosas no estaban bien.

Todos estaban tensos. Siempre lo estaban cuando el señor tenebroso hacía acto de presencia, pero las cosas no eran normales.

Después de despedirlos a él, Rabastan, Greyback y Macnair, se había quedado en el escritorio que había sido hace añares al padre de Lucius.

—Amo Lestrange, lo necesita en el escritorio señor— el anciano elfo hizo una repugnantemente exagerada reverencia, antes de desaparecer.

Rabastan lo miró con precaución, había dos causas por las que El señor tenebroso quisiera hablar en privado con alguno de ellos, había hecho algo irremediablemente malo o le daría una misión suicida, en cualquiera de los dos casos, era casi seguro que una reunión con Él terminaba en una tumba, en el caso de tener tiempo claro, sino se transformaba el cadáver en algo que no molestara y se lo desechaba.

Caminó con la mandíbula tensa y abrió la pesada puerta. Lo primero que vio frente a él fue un pequeño cuerpo ovillado en la alfombra. Mucha sangre. Y al señor tenebroso parado junto al oscuro escritorio.

—Llévatela, si sobrevive será de los nuestros.

Se contuvo de soltar un suspiro de alivio, solo era un pequeño e insignificante pedido.

—Si, mi señor.

La hizo levitar con un simple hechizo, pero la sangre caía. No tuvo más remedio que levantarla en brazos, con una pequeña inclinación de cabeza, salió del escritorio en dirección a su cuarto.

No sabía que tanta confidencialidad tenía aquel pedido, por lo que decidió ser precavido. La dejo en la cama, y le rompió el vestido para descubrir sus heridas. Por el frente, solo había manchas de sangre, pero al voltearla, estaba el problema. Toda su espalda era una gran herida. Parecía como aquella chica hubiese sido un ángel y le hubiesen arrancado las alas con tan fiereza que le desgarraron la piel.

Pero no por nada era uno de los mejores mortífagos, conocía casi de memoria todas las torturas, y aunque no estuviera acostumbrado a curar, era simple lógica que cuando aprendes algo, también debes aprender como revertirlo. Eso si no eres un idiota.

Con secos movimientos de varita, fue cerrando la piel lacerada. Estuvo cerca de una hora, moviendo y murmurando, para que la espalda no quedara como una gran mancha roja.

Cuando terminó, la piel había vuelto al mismo color blanco que el resto del cuerpo, surcada por gruesas líneas rojas que se curarían en los próximos días. Era lo mejor que podía hacer.

Se sentó en el sofá junto a la cama y la examinó mejor.

Era una cachorrita, quince o dieciséis años, sonrió de lado, era buen material para sexo, piernas largas, cintura estrecha y bonitos pechos, castaña y pecosa. Estaba prácticamente desnuda, solo con unas inocentonas bragas blancas de encaje.

Estuvo distraído mientras el tiempo pasaba, hasta que lo mas o menos fue media hora, ella soltó un gemido de dolor.

—Hasta que despiertas, niña— ella se arqueó levemente, dándole una vista privilegiada.

—¿sigo siendo bonita?— murmuró con voz ronca.

—¿Qué?

—¿Sigo siendo bonita?— repitió.

—Yo te follaría, si esa es la pregunta.

La castaña soltó un suspiro de alivio.

—Creí que me haría algo en la cara— frunció el ceño con dolor— Me arde la espalda.

—No me sorprende, estabas despedazada.

—¿Estoy desnuda?— se levanto un poco para mirarse, pero volvió a dejarse caer con una mueca.

—No tanto como me gustaría— se encogió de hombros.

—¿Me hiciste algo?— preguntó acomodándose boca abajo para que sus heridas no molestaran.

—Si te hubiese violado, te habrías movido demasiado y muerto desangrada.

—Gracias por curarme, Rodolphus. —Alzó una ceja oscura, mirándola con curiosidad— todo el mundo te conoce.

—Malditos carteles de se busca.

Ella soltó una risita cantarina y lo miró a la cara por primera vez. Tenía ojos grises y estaba pálida.

—Me agrada esta cama, huele a hombre.

—No te acomodes mucho, zorrita, esa es mi cama.

—¿Te molesta compartir tu cama conmigo?

—No me molestaría si estuvieras con las piernas abiertas pidiéndome que te folle, pero ahora me molesta bastante.

—Gracias por hacer esta excepción.

—No hago excepciones ni favores.

—Entonces creo que estoy en deuda contigo.

—Y hay una sola cosa que puedes darme para pagar la deuda.

Ella se estaba adormeciendo, la sangre que había perdido le hacía perder la conciencia. Pero le sonrió un poco.

—¿Quién eres tú, a todo esto?

—Mila.

_

Hogwarts.

Alexandria hizo caminar sus dedos por el pecho de Draco. Él estaba furioso. El ejemplar del profeta descansaba en el suelo, con la imagen de Malfoy Manor en la portada.

«Este segundo registro de la residencia del mortífago no parece haber dado ningún resultado. Arthur Weasley, de la Oficina para la Detección y Confiscación de Hechizos Defensivos y Objetos Protectores Falsos, declaró que su equipo había actuado tras recibir el soplo de un confidente.»

—¿Cómo crees que se arreglaron?— preguntó distraída.

—¿Cómo crees? Weasley es tan idiota que piensa que el honor vale más que el oro.

—Nosotros tenemos dinero, si somos mortífagos es por una especie inmoral de honor.

—¿Tienes dinero? ¿De dónde...?

—Soy sangre pura Draco.

—¿Por qué nunca dices tu apellido?— sabía que el único momento en que Alexandria podría decirle algo, es cuando estaba feliz y relajada después de tener sexo.

—Porque no tengo, ni mi padre ni mi madre me dieron su apellido y dado que nunca dejaron que nadie me adoptara.

—¿Tus padres no dejaron que te adopten?

—Más bien, la familia de mi padre.

—Eres tan complicada.

—Así te gusto.

Draco sonrió de lado. Mientras ella le besaba el cuello. Seguía teniendo sexo con otras y Alexandria seguía manipulando a cada hombre que girara a su alrededor, discutían y se maldecían mientras buscaban como cumplir su misión, pero había un momento en el que Alex movía sus largas pestañas y le sonreía con picardía, de ahí en adelante todo era perfecto.

Ella era perfectamente sensual, pequeña y cariñosa. Él era perfectamente comprensivo y cálido. Y ambos tenían sexo perfecto, charlas perfectas y unas perfectas horas de paz.

Sabían que cuando se vistieran y salieran de la sala de menesteres, todo sería tan asquerosamente peligroso y rutinario como siempre, pero ese momento de perfección valía la pena. 

Amor en tiempos de mortífagos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora