Salvadores y Verdugos.

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La idea era acomodarse los zapatos, pero Mila no estaba de acuerdo con eso. Estaba total y completamente seguro de que no tendría una erección ni que fuera su última hora de vida, habían tenido sexo antes de dormir y habían acabado por hacerlo antes de desayunar. No podría, por mucha resistencia que tuviera, tener otra ronda.

Pero la niña solo estaba jugando, se había rendido a ella. Dentro de las cuatro paredes de su habitación, le permitía todas las libertades que la hicieran feliz. Fuera del cuarto Milena guardaba compostura sin necesidad de que él le dijera nada, entendía la seriedad de su situación en la guerra y era una apasionada de la causa, una muchachita inteligente y que asesinaba y torturaba sin asomo de piedad. Era realmente mortífera, ya había perdido la cuenta de cuantas personas había matado, y eso conquistaba su lado retorcido, enseñarle como torturar satisfacía el instinto sanguinario dentro de él.

Pero en esos momentos, en que estaban solos, ella era una juguetona jovencita de dieciséis años que solo quería explorar y besar, se reía a carcajadas con chistes estúpidos que ella misma hacía y le preguntaba cosas que nunca le habían preguntado, desde preocuparse por cada una de sus heridas hasta soltar preguntas sin pies ni cabeza que incluso le habían robado un par de ronquidos que intentaban contener la risa.

Mila se sentó a horcadas, traía aún su ropa interior y un sweater gris oscuro que resaltaba el tono de sus ojos.

—Creo que no te he dicho buenos días— se lamentó con un mohín.

—Estabas ocupada gritando mi nombre— le recordó, la castaña asintió, como si el dato realmente se hubiese ido de su memoria por un momento.

—¿Por qué siempre tienes que ser tan atrevido?— se quejó con una sonrisita, tomando sus muñecas y alejando las manos de las curvilíneas caderas. Se apoyó contra él hasta que acabó con la espalda contra el colchón, encerrado bajo la figura de la cachorrita, que seguía con las manos en sus muñecas, apretándolas contra la cama.

Ambos sabían que Rodo solo necesitaba un atisbo de fuerza para soltarse de esa inmovilización, pero era cautivador verla en esa posición, manos y rodillas sobre la cama, con la espalda a penas curvada... preciosa. Anotó mentalmente follarla en esa posición en un futuro cercano.

Milena había aprendido a besar de una manera que enloquecería a cualquier hombre, mordiendo y jalando su labio con una suavidad tortuosa. Una risita cortó el beso, una de sus muñecas quedó libre cuando comenzó a acariciarle la barba con su manito.

—Nunca te quites la barba, me encanta— acarició la seductora curva que se formaba en su espalda. Las barbas eran poco común en la imagen pulcra de un sangre pura, pero él siempre se había sentido cómoda llevándola y ahora resulta que a su pequeña mujer le gustaba. A ella todo en él le gustaba, jamás soltaba comentarios soeces y humillantes como Bellatrix, ella era diferente a todas.

No solo se había rendido a Mila, se había rendido hacía lo que ella le provocaba. Él no era un noviecito, él la follaba con rudeza, maldecía, soltaba comentarios vulgares en su presencia y castigaba de muerte a cualquiera que se metiera con su cachorrita, no era una pareja ideal para una delicada niña rica, pero también había comenzado a hacer cosas que jamás había hecho con una mujer, compartir el baño y las horas de sueño, dejarse besar y tocar sin desconfianza alguna.

Era un tanto liberador poder confiar en alguien, a los veinte años se hubiese reído cruelmente de lo que pensaba ahora, pero después de cuatro décadas y media cargando con tanta muerte y responsabilidad, era agradable poder hablar de los problemas con alguien, especialmente si es una mujercita preciosa que esta sobre ti y aún estás dentro de ella. La mejor manera de conversar.

Amor en tiempos de mortífagos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora