Aún si lo intentara

57 8 14
                                    

Si hace veinte, diez, cinco e incluso un año, alguien se hubiese acercado para decirle que estaría en esta posición le habría roto todos y cada uno de sus huesos antes de, probablemente, reírse.
Recordaba poco de su boda, no porque hubiesen pasado dos décadas, si no porque realmente no había estado allí ese día. Su apellido, su estirpe, había sido el salvavidas de una familia que venía en debacle pero tan ancestral que merecía salvarse, al menos eso había dicho su padre. Las Black que quedan deben desposarse lo más pronto posible y son buenas pariendo niños sanos, nada de squibs en generaciones, había dicho su madre.
Y poco después de un mes salida Bellatrix de Hogwarts, ambos con la marca tenebrosa en el brazo, habían contraído matrimonio. Con la sombra de Andrómeda y Sirius pisandoles los talones a su reciente esposa.
No recordaba que había usado Bellatrix, tampoco quién había estado en aquella boda, salvo porque había sido honrado con la presencia, un par de minutos, del señor tenebroso.
Bellatrix había tenido sexo con otro mortifago esa misma tarde y él, indignado ante la falta de respeto la había torturado. Le llevó poco más de un mes darse cuenta que su matrimonio era un sin sentido, todo sangre pura había pasado entre las piernas de Bellatrix y estaba más que seguro de que ningún hijo suyo saldría por ahí.
Narcissa se había casado incluso antes de la mayoría de edad y al terminar Hogwarts había engendrado a un hijo perfecto, quitándole el peso de mantener viva la sangre Black. Y sobre la suya propia, aún quedaba Rabastan como oportunidad de salvar el apellido de la familia.
No recordaba un solo momento en que sintiera piedad, ternura o empatía por otro ser humano mucho menos por su esposa.

Y ahora estaba ahí, con una muchachita montada en su espalda, intentando evitar que se levantara de la cama. Lloriqueando como una niña, acariciándole la barba. Estaba perdidamente enamorado de aquella mujer, no tenía sentido negarlo. Milena era su esposa en cada sentido de la palabra, ante todo pronóstico. La amaba, la respetaba y le era fiel como nunca le había sido a nada más que su causa.

–Milena, no puedo detener la guerra solo porque tú me quieras aquí.

Se giró entre sus piernas, para mirarla. El cabello café la rodeaba y el ceño fruncido enmarcaba sus ojos grises.

–Si puedes, le he cambiado la guardia del viernes a Rabastan, él te cubrirá hoy.

Le palmeó el trasero, casi como reprimenda pero la sonrisa que se formó en su rostro no tenía nada que ver con sufrimiento.

–¿Sabes qué día es hoy? – Milena se recostó sobre su pecho, dibujando patrones con su dedo índice sobre su piel.

–¿Miércoles?– Solo quería molestarla.

–¡Rodolphus Lestrange!– mezcló los dedos entre el cabello suave, sintiendo el aroma de la espuma de baño que le gustaba. Su cuerpo se sentía pecaminosamente pequeño sobre el suyo. Pálido. Tibio.
Tener a Milena contra su cuerpo era como tener un pajarillo entre las manos y sentir que cualquier movimiento brusco lo haría añicos.
Era extraño, porque era sumamente consciente del peligro que representaba aquella bruja, era cruel, fría y despiadada, pero aún así, cuando a él se refería, solo hacia falta que levantase el tono de voz para que los ojos grises se aguaran.
Ver triste a Milena, había descubierto, era lo único que le oprimía el pecho con el sentimiento de culpa que no había conocido hasta ese momento. Aún peor si Rabastan estaba ahí consolando a Milena y mirándolo como si hubiese cometido los siete pecados capitales juntos. Porque Milena no era solo su debilidad no, la de su hermano también.
Vivir en la Mansión Lestrange los había vuelto una pequeña y extraña familia. No era extraño volver de las guardias y escuchar el piano de Milena o sus carcajadas ante historias impropias que Rabastan le contaba. Tampoco lo era volver de las misiones y que Milena los atendiera, curara sus heridas con esmero y les alcanzara comida caliente. Encontrar bolsas con vestidos, tacones perdidos y dibujos por todas partes.
Milena no solo era la señora de la casa, como lo había sido su madre, su abuela y tantas generaciones de esposas Lestrange antes de ella, era el alma de lo que nunca antes había sido un hogar. Mortifaga si, guerrera también. Pero traía en sí una dulzura y una pureza que lo envolvía y lo seducía como el primer día cuando la había visto desangrándose en el escritorio de Lucius Malfoy y había pensado que parecía un ángel.

Amor en tiempos de mortífagos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora