Libertad.

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Era extraño tomar vino, después de salir de Azkaban había recurrido al whiskey para acallar las pesadillas y las paranoias, pero ya no necesitaba estar ebrio, no tanto al menos. El vino resultaba refrescante, suave y tibio.

—Rodolphus, levanta el culo y ven conmigo— Rabastan estaba parado en la puerta, con una sonrisa de lado. Suspiró, por la chispa en los ojos de Rabastan no era nada grave, terminó la copa y se levantó del sillón de cuero de dragón.

—¿Qué demonios quieres Rabastan?— lo siguió escaleras arriba.

—Hay algo que debes ver y me lo agradecerás— No había nada en el tercer piso por lo que él pudiese agradecerle a Rabastan.

—Si es alguna puta, no me apetece— cortó, Rabastan soltó una risotada ronca, oscurecida por el tabaco.

—Eres tú el que se empeña en decir que no es una puta— Milena. Se preocupó levemente cuando vio a Xaxley, Nott y Crabbe en la puerta de la biblioteca, algo estaba sucediendo y estaba comenzando a temer por su niña. —Quita esa cara, nadie le ha hecho nada. Solo mira.

Se acercó a la puerta y escuchó la música que salía del tocadiscos, mientras Mila estaba sobre una mesa, acomodando libros, con muchos otros flotando alrededor de ella y sus preciosas curvas moviéndose al ritmo de la música. Milena estaba bailando, con un sweater que apenas cubría su precioso trasero. Sonrió levemente cuando la escuchó canturrear la letra, era una visión hipnótica. Una niña de dieciséis años, sin quitarse un palmo de ropa, había embelesado a cinco hombres que habían visto las mejores y peores caras de la vida. Pero era eso, la pureza que la envolvía, las manos suaves, los labios rosados, las piernas pálidas... todo eso contoneándose al ritmo de una canción que la hacía ver deliciosa.

—Entra ahí, si no quieres que yo lo haga— pensó en darle un puñetazo a Rabastan, por como la estaba mirando, pero sería imposible pedirle que no lo hiciera. Entró en la biblioteca, cuando ella se giró para ver al intruso, los libros flotantes cayeron mientras ella sonreía.

—Rodo, estas aquí— se sentó en el borde de la mesa, con sus piernas separadas para que él tuviese un vistazo de sus bragas blancas de encaje, estaba de lado hacia la puerta, y agradeció que ninguno de esos sátrapas pudiese ojear ese pequeño rincón. Se sentó en uno de los sillones junto a la mesa, justo entre sus piernas. Le acarició la rodilla, subiendo para tocar su muslo.

Dio una mirada de soslayo hacia la puerta, para que ella notara a los intrusos. Pero ella sonrió traviesa.

—Se que están ahí, estaba esperando que tu vinieras para hacer esto— se bajó de la mesa y lo observó, sentía la entrepierna palpitar, esos ojos grises estaban devorándolo. Y le encantaba. —Quiero tenerte dentro de mí, ahora.

—¿Qué haces tan lejos, entonces?— una sonrisita traviesa, y se quitó las bragas con cuidado de que nadie viera lo que solo él podía ver. La pieza se deslizó por sus piernas hasta quedar en sus pies, salió de ella antes de sentarse a horcadas.

—¿Estás listo para mí, cariño?— movió suavemente sus caderas, para sentir la erección. Se frotó contra él hasta sentir que estaba a punto. —Perfecto.

Desprendió el pantalón y bajó el cierre, liberó la erección del boxer, la acarició, había una manera peculiar en la que Mila se dedicaba a aquella zona, casi con ternura, y antes de que pudiese meditarlo demasiado, sintió la calidez rodearlo.

Y como siempre, todo desapareció del mundo, todo salvo Milena, sus manos enredadas en su cabello, su espalda arqueada, sus caderas provocativas moviéndose y la piel de sus piernas, se aferró a sus caderas mientras ella se movía sobre él con una sensualidad demencial, cerró los ojos y se dedicó a sentir a Mila moverse al ritmo de la música.

Amor en tiempos de mortífagos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora