EPÍLOGO Once meses despúes

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—Que sí, que estoy bien —repetí por enésima vez.

Anton y Oryan estaban al teléfono.

—Llego tarde todos los días por ustedes dos —dije mientras preparaba la mochila.

Los dos se echaron a reír.

Anton y Oryan llamaban dos veces cada día. En la mañana, justo antes de salir para la universidad y en la noche, justo a la hora de cenar. Ambos estaban juntos estudiando en Prufrock mientras yo había viajado al otro lado del mundo.

—¿Aún no encuentras compañera de piso? —preguntó Oryan.

Negué con la cabeza y luego solté la risa pues ellos no podían verme.

—No, hoy veré en el campus a alguien que quiere ocupar la habitación libre. —Terminé de organizar la mochila y la cerré. Tenía el teléfono en altavoz sobre el frutero de la isla—. Sería bueno tener a alguien con quien hablar, además de ustedes, claro.

—Seguro que es lo que estabas esperando.

—Quizás.

Me coloqué la mochila, agarré el teléfono y mis llaves. Tuve que hacer malabares para cerrar la puerta. Tenía una mano ocupada con el teléfono y la otra con la sombrilla.

—Queridos, tengo que colgar. Voy media hora tarde, como siempre. —Puse los ojos en blanco—. Hacemos videollamada en la noche. Besos, los amo.

—Que tengas un buen día, nena.

Colgué y guardé el teléfono en el bolsillo delantero de mi pantalón. Apenas salí al recibidor del edificio, John, el portero, me hizo un gesto para que me acercara.

—Buenos días.

—Buenos días, Rough. No olvides llevar sombrilla, anunciaron lluvia esta tarde.

Levanté mi paraguas y él sonrió. Comenzó a buscar entre el montón de correspondencia.

—Llegó esto para usted.

—Oh, vaya, no suelo recibir correspondencia. —Volteé el sobre, pero no tenía remitente. Solo un garabateado «Rough»—. ¿Esto... lo trajo el cartero? —pregunté, extrañada, al no encontrar ni siquiera un sello postal.

—No, un chico… —El teléfono del recibidor comenzó a sonar—. Lo siento, Rough, debo atender —continuó, aunque iba dando marcha atrás—. Mencionó que sabrías quién es él.

Enarqué las cejas.

—Pues gracias, John.

Guardé el sobre en la mochila.

Entre caminando y corriendo, me apresuré a sabiendas de que, por mucho que corriera, no llegaría a tiempo a la primera clase. La universidad quedaba a unas doce cuadras de la zona residencial donde estaba el apartamento que había rentado, por lo cual no necesitaba un auto. Bueno, la verdad es que aún no sabía conducir.

Comprobé la hora.

Le envíe un mensaje a Vanessa, una amiga de la especialidad, diciéndole que no llegaría al primer tiempo. Fui directo a la cafetería del campus, donde me escabullía cuando llegaba tarde, que era casi todos los días.

El ÁSPERO SUEÑO de ROUGH KIMDonde viven las historias. Descúbrelo ahora