Treinta y nueve

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—Cree ser un genio, ¿no?, toda su vida le han hecho creer aquello, pero no es más que una ignorante... —Lilith escuchaba aquellas palabras de forma lejana y distorsionada—. He de reconocer que tiene cierto talento, pero tendría que pasar por mucho antes de poder ser considerada medianamente lista...

—¿Quién es? —la mujer consiguió murmurar con dificultad.

—Un genio real...

Lilith abrió los ojos a duras penas, notando que se encontraba en un lugar en penumbras, iluminado de manera tenue por algunas antorchas en las paredes de roca firme.

Con toda la determinación que pudo reunir, la agente logró enfocar su mirada en aquel ser humano que se encontraba frente a ella.

—Tú... hija de puta... —Lilith trató de ponerse de pie, pero descubrió que estaba maniatada a una pesada silla de madera antigua.

—Hola otra vez, agente Kemp... —saludó la mujer mayor, mientras una pequeña sonrisa ataviaba su rostro—. ¿Cómo ha estado?

Aquella sorpresiva presencia pertenecía a la mujer de Italia, la dama de cabellos blancos con la que intercambió algunas frases en la antigua casona del viñedo abandonado. Su expresión perversa y suave acento francés, que con certera gracia conjugaba junto a su inglés británico, la caracterizaban de un modo que le habría sido imposible olvidar.

—¿Dónde está? —escupió la agente—. Dime dónde lo tienes ahora mismo.

—¿Quién? —preguntó la mujer sin dejar de sonreír—. ¿El psicólogo de cuarta?, ¿el economista guapo?

—Los dos. —habló la agente—. Si les has hecho algo, te juro que te arrepentirás como no tienes idea, desgraciada...

—Conall. —la mujer alzó la voz, y un alto encapuchado apareció de entre las sombras—. Trae al psicólogo, la agente Kemp quiere saludar...

El hombre salió de la escena a paso ancho, y unos segundos más tarde, volvió arrastrando el cuerpo de Ben con una facilidad tan asombrosa como cruda. Sin ningún aprecio o consideración por su humanidad, el soldado arrojó al psicólogo a los pies de Lilith, tras lo que se escuchó un profundo quejido de dolor. Aunque aminorado por la bolsa de tela roja que traía en la cabeza, el lamento del pobre sujeto logró hacer eco en el lugar.

—¡Benedict! —exclamó ella al apenas oírle.

A pesar de que aquel gemido lastimero señalaba que se encontraba vivo, el inglés no respondió nada frente al llamado de la agente. El hombre debía encontrarse desorientado y adolorido, puesto que estaba atado de manos y pies con un grueso alambre, y sus muñecas ensangrentadas señalaban que había luchado con todas sus fuerzas para liberarse.

De pronto, el soldado que lo trajo se agachó hasta él para arrancarle la bolsa de la cabeza con brusquedad, dejando ver a un confundido y maltratado Benedict.

—Lilith... —murmuró él, para luego escupir un poco de sangre—. Pensé que esta clase de maniáticos eran tu especialidad...

—Digamos que ellos son un poco más que solo maniáticos... —respondió ella observándolo con el ceño fruncido—. ¿Estás bien?

—Sí... creo que me rompieron el brazo y un par de costillas, pero al menos estoy vivo...

—No por mucho, señor Cumberbatch... —dijo la mujer estirando una mano, frente a lo cual Conall le extendió un arma—. Pensábamos ejecutarlo a las doce del día, pero bajo estas circunstancias especiales me veo en la obligación de hacerlo ahora...

—¡No! —gritó Lilith con gran fervor—. Tu jodido problema es conmigo, no tienes por qué meterlo a él en esto, y mucho menos a mi compañero.

La Orden DoceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora