Capítulo 48

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Meredith tenía razón.

La rabia llega.

La rabia es arrasadora. Cegadora.

No me importa si vuelvo a estar bien. No me importa si vuelvo a confiar. Todo lo que quiero es venganza.

Eso es lo que me lleva hasta la puerta de Meredith un domingo a las cuatro de la tarde, después de que salí en puntillas de mi casa y dejé a Nate dormido en el sillón, en donde cayó en coma mientras veíamos una película. Supongo que no soy la única a quien la angustia le pasa factura en las noches. Le dejo una nota diciéndole donde estoy y que no se preocupe, porque sé que habría insistido en acompañarme, y honestamente no quiero que me vea mientras me arrastro en mi amargura.

Toco la puerta del piso de Meredith con más fuerza de la que se requiere, pero necesito hablar más que nada. Necesito sacar esta sensación de mi pecho o de lo contrario voy a morir.

Estoy tan cegada por las emociones que me abruman que por un segundo no entiendo por qué Gabriel Atlas me abre la puerta.

Su boca cae abierta en cuanto me ve, y la forma en que me mira es devastadora. Una parte de mí nunca le creyó cuando me dijo que me amaba, pero es demoledoramente obvio en este instante, mientras me mira como si yo fuese todo lo que quiere y no puede tener. Abre la boca para decir algo, pero la cierra inmediatamente y solo me mira con absoluta sorpresa.

- ¿Está Meredith? – Pregunto, y mi voz hace obvia toda la ansiedad que siento

Abre la boca de nuevo, pero su voz no parece salir, así que solo asiente y se hace a un lado para permitirme pasar. Cruzo los brazos sobre mi pecho, porque su mirada me incomoda de una manera sin sentido.

No sé si lee el gesto de la manera correcta o si se siente tan perdido como yo, porque solo me hace una seña hacia el pasillo, indicando que va a buscarla, y desaparece de mi vista con un andar torpe que no asocio con él de ninguna manera.

Meredith aparece por donde él se fue apenas unos segundos después. La curiosidad en su cara es reemplazada rápidamente por el entendimiento cuando me ve mordiendo impacientemente la uña de mi dedo pulgar, cuyo esmalte hace tiempos vino tinto, ahora solo es una isla mordisqueada en el centro de la uña.

- ¿Quieres tomar algo? – Me pregunta, como si esta fuese una visita social común y corriente

- Una serpiente como esa siempre deja un rastro viscoso – Digo, recapitulando las palabras de Sasha, porque no me importan los formalismos esta tarde – Si nos hizo esto a nosotras, ¿qué te hace pensar que no se lo hizo a nadie más?

- Nunca lo he pensado – Responde con un encogimiento de hombros

- ¿Alguna vez buscaste a otras....? – Empiezo a decir, pero mi voz muere cuando no encuentro ninguna palabra que nos describa

- No – Responde, dejándose caer de manera elegante en un sofá frente al lugar en el que estoy caminando ansiosamente de un lado a otro – Gabriel lo hizo – Completa

- ¿Y?, ¿Encontró algo?

- No lo sé. Cuando cobré por mi silencio firmé un acuerdo de confidencialidad y no podía hablar del tema con nadie, así que le dije a Gabriel que lo dejara

- ¡Increíble! – Exclamo, echando los brazos al aire - ¿Y él simplemente te escuchó?

- ¿Por qué estás aquí, Alex? – Me pregunta pacientemente, ignorando mi pregunta. Supongo que esa se ha vuelto la dinámica entre nosotras: saltamos entre temas sin mucho sentido, porque ninguna se queda en las trivialidades, sino que buscamos llegar a lo importante

Dos cartas de amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora