Capítulo 19: Parte 1

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«¿Por qué será que me siento apesadumbrada cada vez que me separo de él?»

Unas flamas candentes se extendían sobre ruinas de estructuras amontonadas en el suelo, las cenizas impregnaban el aire con su olor ahogante y cuerpos sin vida yacían esparcidos entre los destrozos. Niños inocentes, ancianos desolados y sus padres abrazando a su hermana; cada individuo había perdido la vida y reposaba en el piso frente a los ojos de Julie Ross, quien con lágrimas en los ojos observaba todo de pie.

«Estoy sola», pensó y, entonces, apareció la silueta elegante y formidable de Archibald, vestido con un traje blanquecino de la nobleza y espada envainada en su cintura. Julie no tardó en correr a sus brazos en búsqueda de consuelo y él la rodeó con los suyos por completo, escondiendo su cabeza sobre la cabellera rojiza de la joven y dando beso tras beso sobre su coronilla.

—Pensé que te había perdido también —confesó la muchacha.

—Mi adorado sol, ¿Ya te olvidaste? —La tomó suavemente de la barbilla y le alzó su mirada— Nuestro juramento.

—Nuestro juramento —repitió Julie cerrando los ojos con lentitud, en tanto, el príncipe disminuía la distancia de sus rostros.

—«La próxima vez que nos veamos nunca te abandonaré» —citó el chico.

Juntaron sus labios en un tierno beso, era tan dulce y acogedor, una calidez embriagante. El frío desaparecía, las lágrimas huían de su escondite y su alma se juntaba con aquella pieza faltante: Archibald, su mitad, su ser destinado vida tras vida. Entonces. sus bocas se separaron de nuevo y, se dedicaron miradas llenas de amor y añoranza por unirse como hace unos segundos.

—Al menos aquí sí puedo besarte, solecito.

Sus párpados se cerraron por segunda vez, deseando volver a sentir esa sensación tibia sobre sus labios; sin embargo, al despegarlos ya no tenía a Archibald al frente, solo un techo vacío y la oscuridad invadiendo la habitación. Suspiró, había olvidado que descansaba en el cuarto de una catedral bajo los cuidados de sacerdotisas con un corazón tan puro. Pasaron dos noches sin poder encontrarse con el muchacho, recibiendo toda la atención de las damas y oyendo sobre los trabajos que realizaba el chico. Claro, después de todo, él había accedido otorgar sus servicios al pueblo con tal de ser sanada y evitar un castigo. Quizás por eso las curanderas eran tan amigables y delicadas con ella, ¿no? Era imposible ver a alguien siendo tan altruista sin esperar nada a cambio.

Sí, debía ser eso. Falsa bondad; aun así, se preguntó varias veces qué dirían sus sanadoras si descubrían el mal acechando a sus espaldas.

¿La odiarían? ¿La echarían? ¿Le dedicarían miradas juzgadoras? Tal vez la llamarían asesina, una palabra que se susurraba a sí misma a menudo desde lo ocurrido en esa caverna. La culpa la atormentaba y aquel sentimiento crecía por recibir los mejores tratos, además, una parte de su alma se negaba a confiar en la pureza de las sacerdotisas.

Descendientes EternosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora