Una

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Había estado terriblemente preocupada los últimos meses, nisiquiera hubo una llamada o algo que le causará conforte, su amigo simplemente había desaparecido.
La incertidumbre de su paradero y la creciente tristeza de su hija solo causaban en ella mayor angustia que apenas lograba disimular. Tras esto sin previo aviso su dichoso amigo apareció tras de la puertas de su hogar contento y radiante como si ninguna de sus discusiones hubieran tenido lugar antes.

Se esforzó tanto como pudo por reprimir su enojo pero el ser esclava de la incertidumbre no hacía otra cosa más que alterarla. "Pericolo jamás sería capaz de lastimarnos" la idea le rondo varias veces por la cabeza que derivó en dilemas sin respuesta y debates sin discusión, comenzaba a volverse loca.

Cuando Pericolo se acercó a su hija su instinto le rogó por apartarla lo más lejos posible, sin embargo, la duda y la confusión la aturdieron de tal forma en que se sintió incapaz de moverse siquiera. Después vendría él con la bendita promesa

—"Sé que he obrado mal, pero dame una oportunidad, ahora se qué debo hacer, está vez tengo la solución Donatella"—

No pudo dormir esa noche, su mente estaba mucho más preocupada resolviendo el asunto.

Aquella mañana se sintió extraña, al despertar sintió la ausencia de su hija que aunque supiera su paradero la llenó de pavor.

Su niña descansaba tranquila sobre el pecho del adulto, uno de los libros de caja yacía tirado descuidadamente en el piso, se habrían quedado dormidos mientras leían. Donatella se acercó con cautela y con la mayor de sus delicadezas beso la coronilla de su pequeña

—Despierta ya, es hora de irnos— le susurró con dulzura

Poco a poco la pequeña fue abriendo sus ojos

—¿Ir a dónde?— preguntó ella

—A la orquesta y el coro naturalmente

La fatiga de la infante despareció en un instante

—¡¿Enserio mamá?!,¿Podré ir hoy?

—shhh, despertarás a Pericolo

Entusiasmada ella no puso mucho caso en sus palabras, alegre y divertida corrió hasta día habitación de dónde arrojó todas las bellas telas de su ropero. Era tan común en Trish, emocionarse llena de inocente ilusión con una salida apegada a su común rutina.

Tardó poco en salir vistiendo su mejor vestido, rosa y lleno de florecitas, en sus manos llevaba listones de todos colores y adornos de papel que ella misma había hecho, Donatella siguiéndole como si de una orden se tratara comenzó a trenzar hermoso cabello, esponjoso, brillante y rosado tal y como hilos de azúcar.

Antes de irse la niña escondió un par de galletas y golosinas en su pañuelo creyendo que su madre no lo notaria, Donatella por supuesto lo hizo pero confiaba en que bien ella sus razones tendría. Trish saltaba y corría agarrada de la mano de su madre, lucía tan feliz y radiante que el corazón de Donatella sufría pensando en la idea de que al llegar la tarde tendria que volver a encerrarla.

—¡¡Prosciutto!!— gritó la niña

Del grupo de niños que había a las puertas del templo quien levantó la mirada ante tan efusivo llamado fue un muchacho para nada pequeño, pese a gozar de juventud era claro doblaba en edad a su hija, Donatella se sintió consternada.

Cada vez que su hija había hablado de su afable amigo imagino a un niño de tierna edad, posiblemente dos años mayor que ella pero jamás se imagino esa gran diferencia. Trish se soltó de su manos y corrió hacia su amigo, esta lo saludó con un gran abrazo.
El dichoso Prosciutto se mostró uraño en un principio pero todo cambió tan pronto reconoció a la niña que lo atrapaba entre sus brazos.

—¡Trish!, ¿Pero a dónde habías ido?, pensé te habías marchado sin antes despedirte

Donatella escuchó al muchacho mientras hablaba, era la primera vez que tenía ocasión de verlo de frente y el estado de perplejidad en el que se encontraba no disminuía a medida se acercaba a él.

Su pequeña por otra parte contaba al joven ese gran asunto que las había molestado todos esos meses, lo hacía de una manera tan liviana y diluida que sus palabras parecían casi mentiras, al final siempre le había escuchado y nunca le había desobecido, su hija era hermética con los asuntos familiares pero como un libro abrierto a los ojos de amigo, por un momento sintió miedo de tal habilidad, pensó en todo aquello que pudo haber mentido o maquillado para mantener su tranquilidad.

Entonces Trish le entregó el pañuelo lleno de dulces al adolescentes rubio

—Pero Trish, te he dicho ya que no es necesario

La niña hizo caso omiso y le obligó a recibir el regalo, fue entonces que Donatella supo cómo había desaparecido una caja entera de galletas en menos de una semana.

Fue hasta que la nena se hizo consiente de la presencia de su madre que se digno a soltar a su fraterno

—¿Podríamos invitar a Prosciutto a cenar un buen día de estos?— preguntó la niña

—Ya veremos

Ya veremos, fue lo único decente que pudo salir de su boca cuando las ideas cuerdas y sensatas se enrredaron unas con otras.

—Trish, debes apresurarte o te dejarán fuera

Está ocasión la menor escuchó a sus mayor, marachandose del lugar

Encontrándose finalmente solos el muchacho tan sólo bajo la mirada con lo que la dama pudo distinguir entre  vergüenza o pudor, era lo contrario de que ella buscaba infundir, aunque  comprendía que tampoco había mostrado plena nobleza al jovencito que tanto había cuidado de su hija, la tensión entre ellos se hizo tan grande que ambos se sintieron incapaces de escapar.

Donatella armándose de valor comenzó a retroceder no sin antes despedirse.

—Te lo agradezco Prosciutto

A pasos lentos se marchó despareciendo entre la multitud dejando así al muchacho tranquilo y la vez confundido.

La joven madre tenía más preguntas que respuestas y esa espina de duda que sintió alguna vez por Pericolo fue remplazada por la de Prosciutto.

No tenía idea alguna de quién era, sus intenciones o su precedencia, de lo único que estaba segura y determinada era en qué no iba poder seguir durmiendo sin tener respuesta a alguna de sus muchas preguntas.

Diario de una mártirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora