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Un coro en plena sinfonía, día y noche la canción de los amorosos nunca paró sonar.

Nisiquiera la muralla más feroz podía detener el amor del par de jóvenes y es que ese cariño perpetuo ya jurado era imposible de separar. El viento soplaba fuerte y las olas no paraban de romperse, sin embargo, sus cantos eran siempre audibles y en las noches donde el sueño arrulla la virtud del mundo sus discretos sollozos hacían eco de las aguas quietas, yacían resignados a la distancia y aún así no podían parar de llorar, ambos anhelaban la esa calidez que solo un amante es capaz de dar, tan sólo querían una señal que les hiciera sentir menos solitarios, ellos solo querían amarse.

A cada lágrima el mar se hacía más basto pues fue tanta la sal derramada que esta simplemente los asfixio, esa agua que antes mancho sus talones llegó hasta sus gargantas y aún estando al borde de una muerte ninguno retracto su promesa, se amarían en esta vida y la próxima.

Entonces las estrellas enternecidas ante su sufrimiento juzgaron a la nereida

-"¿Qué anhela un enamorado en una vida?"

Dijeron las estrellas.

La nereida de rostro dulce y mirada perdida apenas las consideró

-"Un sólo día, sí tan solo un día de amor tuviera en toda mi vida, cada minuto, cada segundo que se convierte en suspiro, todos serían para aquel al que mi corazón he prometido"

Luego estrellas juzgaron al príncipe

-"¿Qué busca el amoroso en aquella dama que se hace llamar digna"

Hablaron las estrellas.

El príncipe carmín de ojos tristes permaneció

-"La ternura, esa ternura de una vida incomprendida, yo no codicio su belleza pues tan sólo he de buscar la miel de inocencia que tanto cautiva al poeta"

Las estrellas permanecieron en ese cruel mutismo que no hizo más que atormentar a los amantes, llenas de dolor cayeron una a una del oscuro cielo. Todas tristes, todas desesperadas, por fin comprendían el sufrimiento que los aquejaba. El mar subió cada vez más y cuando menos fueron conscientes los dos ya estaban sumergidos.

Debajo del mar el silencio sepulcral se hizo presente y un dolor punzante se atoró entre sus pies, eran los pedacitos de estrellas rotas formando escalones. Ellas se habrían apiadado de la joven pareja.

La nereida al igual que el príncipe no tardaron en entender su gesto, ambos apresurados escalaron los peldaños hechos de lucecitas agonizantes, cada paso era más doloroso que el anterior pero eso nunca les detuvo.

Mientras corrían salieron del mar estando cada vez más lejos del mismo, la nereida nunca antes había estado más lejos de su madre a la vez que el príncipe recordaba esa mágica sensación de libertad que le habían arrebatado, en ese momento ambos se sintieron vivos.

Fue entonces que por fin se reencontraron, sobre un puente de estrellas estaban el par de enamorados sintiendo sus pechos arder rebosantes de pasión. Él la miró a ella y ella lo miró él, no necesitaron más para expresar cuánto se amaban.

En un beso desesperado contaron la historia de una vida, por primera vez en toda una eternidad ninguno estuvo solo, por primera vez ellos fueron libres de amar.

Diario de una mártirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora