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Eros

Apenas horas habían pasado desde que el brillo que indicaba que aún respiraba se detuvo.

Apenas horas de que todo mi ser se rompiera en eternos fragmentos que no se recompondrían jamás.

Porque era imposible seguir en un futuro sin ella.

Porque desde que su camino se cruzó con el mío, ella había sido mi futuro.

Sabía que podía visitar su cuerpo sin vida en el tanatorio como una última despedida antes de que su funeral tuviera lugar.

Pero maldita sea. Había muerto en mis brazos. No sabía si estaba con fuerzas suficientes como para poder volver a observar su rostro.

Alexandra siempre, por muy apagada que estuviera, tenía brillo, uno que no se apagaba fueran los que fuesen sus sentimientos.

Su alma brillaba, su sonrisa le hacía brillar.

Pero ya no habría más sonrisas. Ya ni siquiera vería descender lágrimas de sus bonitos ojos, porque estos jamás se abrirían de nuevo.

El clásico refrán de que no sabes lo que tienes hasta que lo pierdes.

Bueno, pues quizás todos deberíamos atender más a ese tipo de refranes.

No era principiante en perder pero nada iba a compararse con aquello.

No sabía cuánto tiempo de vida me quedaba a mí mismo, pero sabía que el trauma jamás abandonaría mi mente.

La situación ya no tenía remedio. Ni siquiera me era posible hacer un pacto con el demonio mismo para traerla de vuelta.

Porque si realmente se pudiera, no habría dudado ni un segundo en hacerlo.

Para mí aquello era así.

Hubiese dado mi vida por tan solo verla de nuevo.

Hubiese dado mi propia vida para que ella viviese más.

Porque pese a que la situación estuvo en sus manos, siempre me iba a sentir culpable de no haber sido capaz de pararlo.

De ni siquiera haberlo advertido llegar.

Probablemente para muchos mi vida podía continuar en unos años, una vez superado. Ella misma había sido un claro ejemplo de que puedes vivir perdiendo a un amor.

Pero yo no iba a poder continuar.

Su amor siempre iba a ser el único.

Y quizás esa fue una de las partes que más dolían.

Traté de mentalizarme sabiendo que necesitaba esa despedida, aunque de cierta forma ya nos habíamos despedido.

Por ello, sin haber pegado ojo, me emprendí camino hacia el tanatorio de la ciudad.

Sus padres, quienes lógicamente se encontraban destrozados, estaban allí.

Pero me accedieron esos minutos a su lado a solas.

Sabían que nos lo merecíamos.

Lloré. Es posible que en ningún momento hubiese dejado de llorar.

Ni siquiera había sido capaz de leer la carta. Sabía que lo haría, pero no iba a ser justo en este momento.

Su rostro estaba increíblemente pálido, demacrado.

Y pese a aquello, siempre sería la mujer más bella que mis ojos habían visto nunca.

Algo en mi corazón deseó que despertara, contradiciendo toda realidad humana posible.

Ella jamás iba a despertar.

El amor y sus consecuencias [Consecuencias I]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora