Cap. 30. Primer Volumen; EN NUESTRO REINO

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     Le dije al taxista que parara al principio del carril 28 de la calle Longjiang, a la entrada de nuestra casa. El callejón estaba desierto, las puertas y ventanas de todas las casas estaban bien cerradas y solo los postes de bambú para tender la ropa aún sobresalían de las paredes, pero todos los pañales y calzoncillos andrajosos habían sido llevados al interior hacía mucho tiempo. A la izquierda, todavía faltaba una puerta en la entrada del Oficial Qin, y la otra se balanceaba hacia delante y hacia atrás con el viento. Allí continuaba el vertedero de basura del callejón, imponente, con desechos amarillos y negros. La alcantarilla estaba inundada por la lluvia, rezumando agua turbia que llegaba hasta la carretera, convirtiéndola en un lodazal. El viento silbaba a través del callejón con un sonido quejumbroso, haciéndolo que pareciera aún más desolado y caótico. Sostuve contra mi pecho, con las palmas de las manos sudorosas, la resbaladiza urna con las cenizas de mi madre, no era fácil sostenerla firmemente. El viento arreciaba y mis pies no eran muy estables. Paso a paso, concienzudamente, transporté los restos de mi madre hasta casa.

     La lona negra en la esquina del alero de nuestro hogar seguía en el tejado, sostenida por ladrillos que ahora estaban ennegrecidos, cubiertos de moho. Cuando el año pasado el tifón Daisy arrancó una esquina de nuestro tejado, Padre nos llevó a Diwa y a mí al día siguiente para trabajar conjuntamente los tres y cubrir el agujero con una lona. Yo subí al tejado, mientras mi padre estaba en la escalera pasándome los ladrillos que Diwa le daba desde abajo. Pero Emily iba a ser mucho más fuerte que Daisy, y me preguntaba si estas reparaciones serían capaces de soportar la tormenta de esa noche. Pude ver a través de una rendija de la verja que todas las puertas y ventanas estaban cerradas y las luces apagadas. Todavía no eran las seis, así que mi padre probablemente no había llegado a casa del trabajo. Mientras estaba frente a la puerta de nuestra casa, sosteniendo las cenizas de mi madre, olvidé momentáneamente que había estado fuera de casa durante cuatro meses y que mi padre me había echado. Dejé la urna en el suelo, trepé por el muro y me metí en la casa, tras abrir la puerta, recogí los restos de mi madre. En la penumbra de nuestra húmeda sala de estar, podía olfatear el olor a moho que emanaba de las paredes y del suelo desde hace años. Ese viejo y familiar olor era todo lo que necesitaba para sentir que realmente estaba en casa otra vez. Encendí la tenue lámpara del techo del vestíbulo y coloqué la urna sobre la grasienta mesa negra del comedor. Todo allí seguía igual, incluso la desgastada silla de bambú de mi padre estaba exactamente donde siempre había estado, justo debajo de la lámpara, con sus viejas gafas de leer sobre la mesita de al lado. En las tardes de verano, cuando el calor en el interior de la casa aún no remitía, los demás salíamos a la puerta tratando de refrescarnos, mientras mi padre se quedaba solo dentro, sentado con el torso desnudo en su silla de bambú bajo la tenue luz de la lámpara de araña, con las gafas puestas, absorto en su ejemplar del Romance de los Tres Reinos [1], publicado por la editorial 'Guang Yi' de Shanghai. Solo cuando le picaba algún mosquito, se palmeaba el muslo y levantaba la vista, con el rostro lleno de indignación. De repente, recordé la mirada de extrema agonía que tenía mi padre la noche en que mi madre se fue; estaba borracho, con la cara cubierta de lágrimas remarcando sus arrugas, sus ojos estaban inyectados en sangre y balbuceó durante toda la noche palabras inconexas por la embriaguez. No olvidaré nunca su rostro angustiado, casi aterrador, y de pronto caí en la cuenta de que no podría volver a enfrentarme a ese semblante de dolor. Estaba seguro de que si me veía trayendo las cenizas de mi madre a casa, podría aceptarnos, aunque odiaba la depravación y la infidelidad, no olvidaba su amor por ella. Había quitado durante un tiempo la única fotografía de los dos de la pared de su habitación, pero muchos años después la había vuelto a colocar en su lugar discretamente. Creo que si mi madre se hubiera arrepentido antes de morir, mi padre la habría dejado volver a casa. Y yo había sido su última esperanza en su miserable vejez: esperando que algún día me convirtiera en un oficial respetado, que luchara por él y limpiase la humillación de haber sido capturado y despedido del ejército. Mi deshonrosa expulsión de la escuela le destrozó el sueño de toda su vida que tenía para mí. Pude imaginar su enfado y dolor en ese momento. A veces, me preguntaba si en su corazón albergaba un atisbo de esperanza de que cambiara mi forma de ser y volviera a casa siendo una persona nueva. Al fin y al cabo, mi padre me había tenido en una alta estima, no creía que su amor por mí se pudiera romper completamente. Y, sin embargo, sabía que nunca sería capaz de volver a enfrentarme a esa desgarradora mirada de aflicción. En ese instante, me di cuenta por qué mi madre había vivido como una vagabunda antes de morir, sin atreverse nunca a volver a casa -debió de pensar muchas veces en regresar cuando estuvo en alguna situación desesperada-, probablemente tenía miedo de enfrentar el dolor y el fracaso en el rostro de mi padre. Sólo se atrevió a volver a casa una vez muerta. Tenía miedo de morir, miedo de que la dejaran en la intemperie para convertirse en un fantasma solitario y, por eso pidió que yo llevara sus restos mortales, asolados por el pecado, a su lugar de descanso final, dejando claro que, después de todo, seguía muy apegada a nuestro ruinoso hogar.

     Saqué un trozo de papel del bolsillo de mi pantalón, con el membrete del 'Hotel Jinghua', en cuyo reverso estaba escrito el número "779741". Era el número de teléfono de mi último cliente del 'Hotel Jinghua'. En el reverso escribí esta breve nota para mi padre y la coloqué, junto a la urna de mi madre, sobre la mesa del comedor:


Querido Padre:

Madre murió el día después del Festival de los Fantasmas. Ella está en esta urna. Madre dejó un mensaje en su lecho de muerte, indicando que sus restos fueran llevados a casa y enterrados junto a la tumba de Diwa.

Tu hijo, Qing [2]


     Tenía que salir de allí antes de que mi padre regresara a casa para evitar encontrarme con él. Pero, antes de irme, me acerqué a la habitación que Diwa y yo solíamos compartir y me paseé un momento. Se habían llevado la cama de Diwa, dejando solo un catre de bambú vacío. En mi cama, la estera de paja y mi almohada seguían allí. Mi uniforme escolar, mi ropa, mis zapatos, mis calcetines e incluso mi material escolar estaban intactos, apilados sobre la almohada. Pero todo en la habitación estaba cubierto por una gruesa capa de polvo, que nadie había limpiado durante varios meses. Dejé todo donde estaba, cerré la puerta tras de mí y salí de la casa. El viento silbaba por el callejón, intercalándose con la lluvia torrencial, que me golpeaba la cara entumeciéndola. Corrí por el carril a contra viento, cada vez más rápido, repitiendo la misma escena de la última vez. Cuando llegué al final del camino, miré hacia atrás y, de repente, sentí dolor de garganta y las lágrimas finalmente comenzaron a brotar. Esta vez, supe realmente lo miserable que era abandonar tu hogar.




Notas de la traductora:

[1] Ver anotación 11 del capítulo 5.

[2] En la obra original pone, 青儿留 (qing'er liu), pero no sé exactamente qué significa.

HIJOS DEL PECADO (Crystal Boys)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora